martes, 28 de julio de 2015

Laborem Exercens, Juan Pablo II

Carta encíclica LABOREM EXERCENS del Papa JUAN PABLO II a los venerables hermanos en el episcopado, a los sacerdotes, a las familias religiosas, a los hijos e hijas de la Iglesia y a todos los hombres de buena voluntad.
SOBRE EL TRABAJO HUMANO, en el 90º aniversario de la RERUM NOVARUM.

Venerables hermanos, amadísimos hijos e hijas salud y Bendición Apostólica. 

I. INTRODUCCIÓN.

Con su trabajo el hombre ha de procurarse el pan cotidiano (Gén 3, 17-19) contribuir al continuo progreso de las ciencias y la técnica, y sobre todo a la incesante elevación cultural y moral de la sociedad en la que vive en comunidad con sus hermanos.
Y «trabajo» significa todo tipo de acción realizada por el hombre independientemente de sus características o circunstancias; significa toda actividad humana que se puede o se debe reconocer como trabajo entre las múltiples actividades de las que el hombre es capaz y a las que está predispuesto por la naturaleza misma en virtud de su humanidad. Hecho a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26) en el mundo visible y puesto en él para que cultuivase la tierra (Gén 1,28), el hombre está por ello, desde el principio, llamado al trabajo. El trabajo es una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas, cuya actividad, relacionada con el mantenimiento de la vida, no puede llamarse trabajo; solamente el hombre es capaz de trabajar, solamente él puede llevarlo a cabo, llenando a la vez con el trabajo su existencia sobre la tierra. De este modo el trabajo lleva en sí un signo particular del hombre y de la humanidad, el signo de la persona activa en medio de una comunidad de personas; este signo determina su característica interior y constituye en cierto sentido su misma naturaleza.

1. El trabajo humano 90 años después de la «Rerum novarum».

Habiéndose cumplido, el 15 de mayo del año en curso, noventa años desde la publicación —por obra de León XIII, el gran Pontífice de la «cuestión social»— de aquella Encíclica de decisiva importancia, que comienza con las palabras Rerum Novarum, deseo dedicar este documento precisamente al trabajo humano, y más aún deseo dedicarlo al hombre en el vasto contexto de esa realidad que es el trabajo. En efecto, si como he dicho en la Encíclica Redemptor Hominis, publicada al principio de mi servicio en la sede romana de San Pedro, el hombre «es el camino primero y fundamental de la Iglesia», y ello precisamente a causa del insondable misterio de la Redención en Cristo, entonces hay que volver sin cesar a este camino y proseguirlo siempre nuevamente en sus varios aspectos en los que se revela toda la riqueza y a la vez toda la fatiga de la existencia humana sobre la tierra.
El trabajo es uno de estos aspectos, perenne y fundamental, siempre actual y que exige constantemente una renovada atención y un decidido testimonio. Porque surgen siempre nuevos interrogantes y problemas, nacen siempre nuevas esperanzas, pero nacen también temores y amenazas relacionadas con esta dimensión fundamental de la existencia humana, de la que la vida del hombre está hecha cada día, de la que deriva la propia dignidad específica y en la que a la vez está contenida la medida incesante de la fatiga humana, del sufrimiento y también del daño y de la injusticia que invaden profundamente la vida social dentro de cada Nación y a escala internacional. Si bien es verdad que el hombre se nutre con el pan del trabajo de sus manos (Sal 127 (128),2) es decir, no sólo de ese pan de cada día que mantiene vivo su cuerpo, sino también del pan de la ciencia y del progreso, de la civilización y de la cultura, entonces es también verdad perenne que él se nutre de ese pan con el sudor de su frente (Gén 3,19) osea no sólo con el esfuerzo y la fatiga personales, sino también en medio de tantas tensiones, conflictos y crisis que, en relación con la realidad del trabajo, trastocan la vida de cada sociedad y aun de toda la humanidad.
Celebramos el 90° aniversario de la Encíclica Rerum Novarum en vísperas de nuevos adelantos en las condiciones tecnológicas, económicas y políticas que, según muchos expertos, influirán en el mundo del trabajo y de la producción no menos de cuanto lo hizo la revolución industrial del siglo pasado. Son múltiples los factores de alcance general: la introducción generalizada de la automatización en muchos campos de la producción, el aumento del coste de la energía y de las materias básicas; la creciente toma de conciencia de la limitación del patrimonio natural y de su insoportable contaminación; la aparición en la escena política de pueblos que, tras siglos de sumisión, reclaman su legítimo puesto entre las naciones y en las decisiones internacionales. Estas condiciones y exigencias nuevas harán necesaria una reorganización y revisión de las estructuras de la economía actual, así como de la distribución del trabajo. Tales cambios podrán quizás significar por desgracia, para millones de trabajadores especializados, desempleo, al menos temporal, o necesidad de nueva especialización; conllevarán muy probablemente una disminución o crecimiento menos rápido del bienestar material para los Países más desarrollados; pero podrán también proporcionar respiro y esperanza a millones de seres que viven hoy en condiciones de vergonzosa e indigna miseria.
No corresponde a la Iglesia analizar científicamente las posibles consecuencias de tales cambios en la convivencia humana. Pero la Iglesia considera deber suyo recordar siempre la dignidad y los derechos de los hombres del trabajo, denunciar las situaciones en las que se violan dichos derechos, y contribuir a orientar estos cambios para que se realice un auténtico progreso del hombre y de la sociedad.

2. En una línea de desarrollo orgánico de la acción y enseñanza social de la Iglesia.

Ciertamente el trabajo, en cuanto problema del hombre, ocupa el centro mismo de la «cuestión social», a la que durante los casi cien años transcurridos desde la publicación de la mencionada Encíclica se dirigen de modo especial las enseñanzas de la Iglesia y las múltiples iniciativas relacionadas con su misión apostólica. Si deseo concentrar en ellas estas reflexiones, quiero hacerlo no de manera diversa, sino más bien en conexión orgánica con toda la tradición de tales enseñanzas e iniciativas. Pero a la vez hago esto siguiendo las orientaciones del Evangelio, para sacar del patrimonio del Evangelio «cosas nuevas y cosas viejas» (Mt 13, 52). Ciertamente el trabajo es «cosa antigua», tan antigua como el hombre y su vida sobre la tierra. La situación general del hombre en el mundo contemporáneo, considerada y analizada en sus varios aspectos geográficos, de cultura y civilización, exige sin embargo que se descubran los nuevos significados del trabajo humano y que se formulen asimismo los nuevos cometidos que en este campo se brindan a cada hombre, a cada familia, a cada Nación, a todo el género humano y, finalmente, a la misma Iglesia.
En el espacio de los años que nos separan de la publicación de la Encíclica Rerum Novarum, la cuestión social no ha dejado de ocupar la atención de la Iglesia. Prueba de ello son los numerosos documentos del Magisterio, publicados por los Pontífices, así como por el Concilio Vaticano II. Prueba asimismo de ello son las declaraciones de los Episcopados o la actividad de los diversos centros de pensamiento y de iniciativas concretas de apostolado, tanto a escala internacional como a escala de Iglesias locales. Es difícil enumerar aquí detalladamente todas las manifestaciones del vivo interés de la Iglesia y de los cristianos por la cuestión social, dado que son muy numerosas. Como fruto del Concilio, el principal centro de coordinación en este campo ha venido a ser la Pontificia Comisión Justicia y Paz, la cual cuenta con Organismos correspondientes en el ámbito de cada Conferencia Episcopal. El nombre de esta institución es muy significativo: indica que la cuestión social debe ser tratada en su dimensión integral y compleja. El compromiso en favor de la justicia debe estar íntimamente unido con el compromiso en favor de la paz en el mundo contemporáneo. Y ciertamente se ha pronunciado en favor de este doble cometido la dolorosa experiencia de las dos grandes guerras mundiales, que, durante los últimos 90 años, han sacudido a muchos Países tanto del continente europeo como, al menos en parte, de otros continentes. Se manifiesta en su favor, especialmente después del final de la segunda guerra mundial, la permanente amenaza de una guerra nuclear y la perspectiva de la terrible autodestrucción que deriva de ella.
Si seguimos la línea principal del desarrollo de los documentos del supremo Magisterio de la Iglesia, encontramos en ellos la explícita confirmación de tal planteamiento del problema. La postura clave, por lo que se refiere a la cuestión de la paz en el mundo, es la de la Encíclica Pacem in terris de JuanXXIII. Si se considera en cambio la evolución de la cuestión de la justicia social, ha de notarse que, mientras en el período comprendido entre la Rerum Novarum y la Quadragesimo Anno de Pío XI, las enseñanzas de la Iglesia se concentran sobre todo en torno a la justa solución de la llamada cuestión obrera, en el ámbito de cada Nación y, en la etapa posterior, amplían el horizonte a dimensiones mundiales. La distribución desproporcionada de riqueza y miseria, la existencia de Países y Continentes desarrollados y no desarrollados, exigen una justa distribución y la búsqueda de vías para un justo desarrollo de todos. En esta dirección se mueven las enseñanzas contenidas en la Encíclica Mater et Magistra de Juan XXIII, en la Constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II y en la Encíclica Populorum Progressio de Pablo VI.
Esta dirección de desarrollo de las enseñanzas y del compromiso de la Iglesia en la cuestión social, corresponde exactamente al reconocimiento objetivo del estado de las cosas. Si en el pasado, como centro de tal cuestión, se ponía de relieve ante todo el problema de la «clase», en época más reciente se coloca en primer plano el problema del «mundo». Por lo tanto, se considera no sólo el ámbito de la clase, sino también el ámbito mundial de la desigualdad y de la injusticia; y, en consecuencia, no sólo la dimensión de clase, sino la dimensión mundial de las tareas que llevan a la realización de la justicia en el mundo contemporáneo. Un análisis completo de la situación del mundo contemporáneo ha puesto de manifiesto de modo todavía más profundo y más pleno el significado del análisis anterior de las injusticias sociales; y es el significado que hoy se debe dar a los esfuerzos encaminados a construir la justicia sobre la tierra, no escondiendo con ello las estructuras injustas, sino exigiendo un examen de las mismas y su transformación en una dimensión más universal.

3. El problema del trabajo, clave de la cuestión social.

En medio de todos estos procesos —tanto del diagnóstico de la realidad social objetiva como también de las enseñanzas de la Iglesia en el ámbito de la compleja y variada cuestión social— el problema del trabajo humano aparece naturalmente muchas veces. Es, de alguna manera, un elemento fijo tanto de la vida social como de las enseñanzas de la Iglesia. En esta enseñanza, sin embargo, la atención al problema se remonta más allá de los últimos noventa años. En efecto, la doctrina social de la Iglesia tiene su fuente en la Sagrada Escritura, comenzando por el libro del Génesis y, en particular, en el Evangelio y en los escritos apostólicos. Esa doctrina perteneció desde el principio a la enseñanza de la Iglesia misma, a su concepción del hombre y de la vida social y, especialmente, a la moral social elaborada según las necesidades de las distintas épocas. Este patrimonio tradicional ha sido después heredado y desarrollado por las enseñanzas de los Pontífices sobre la moderna «cuestión social», empezando por la Encíclica Rerum Novarum. En el contexto de esta «cuestión», la profundización del problema del trabajo ha experimentado una continua puesta al día conservando siempre aquella base cristiana de verdad que podemos llamar perenne.
Si en el presente documento volvemos de nuevo sobre este problema —sin querer por lo demás tocar todos los argumentos que a él se refieren— no es para recoger y repetir lo que ya se encuentra en las enseñanzas de la Iglesia, sino más bien para poner de relieve —quizá más de lo que se ha hecho hasta ahora— que el trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social, si tratamos de verla verdaderamente desde el punto de vista del bien del hombre. Y si la solución, o mejor, la solución gradual de la cuestión social, que se presenta de nuevo constantemente y se hace cada vez más compleja, debe buscarse en la dirección de «hacer la vida humana más humana» (Guadium et Spes,38) entonces la clave, que es el trabajo humano, adquiere una importancia fundamental y decisiva.

II. EL TRABAJO Y EL HOMBRE.

4. En el libro del Génesis.

La Iglesia está convencida de que el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia del hombre en la tierra. Ella se confirma en esta convicción considerando también todo el patrimonio de las diversas ciencias dedicadas al estudio del hombre: la antropología, la paleontología, la historia, la sociología, la sicología, etc.; todas parecen testimoniar de manera irrefutable esta realidad. La Iglesia, sin embargo, saca esta convicción sobre todo de la fuente de la Palabra de Dios revelada, y por ello lo que es una convicción de la inteligencia adquiere a la vez el carácter de una convicción de fe. El motivo es que la Iglesia —vale la pena observarlo desde ahora— cree en el hombre: ella piensa en el hombre y se dirige a él no sólo a la luz de la experiencia histórica, no sólo con la ayuda de los múltiples métodos del conocimiento científico, sino ante todo a la luz de la palabra revelada del Dios vivo. Al hacer referencia al hombre, ella trata de expresar los designios eternos y los destinos trascendentes que el Dios vivo, Creador y Redentor ha unido al hombre.
La Iglesia halla ya en las primeras páginas del libro del Génesis la fuente de su convicción según la cual el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra. El análisis de estos textos nos hace conscientes a cada uno del hecho de que en ellos —a veces aun manifestando el pensamiento de una manera arcaica— han sido expresadas las verdades fundamentales sobre el hombre, ya en el contexto del misterio de la Creación. Éstas son las verdades que deciden acerca del hombre desde el principio y que, al mismo tiempo, trazan las grandes líneas de su existencia en la tierra, tanto en el estado de justicia original como también después de la ruptura, provocada por el pecado, de la alianza original del Creador con lo creado, en el hombre. Cuando éste, hecho «a imagen de Dios... varón y hembra» (Gén 1,27) siente las palabras: «Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla»,(Gén 1,28) aunque estas palabras no se refieren directa y explícitamente al trabajo, indirectamente ya se lo indican sin duda alguna como una actividad a desarrollar en el mundo. Más aún, demuestran su misma esencia más profunda. El hombre es la imagen de Dios, entre otros motivos por el mandato recibido de su Creador de someter y cultivar, hacer habitable la tierra. En la realización de este mandato, el hombre, todo ser humano, refleja la acción misma del Creador del universo.
El trabajo entendido como una actividad «transitiva», es decir, de tal naturaleza que, empezando en el sujeto humano, está dirigida hacia un objeto externo, supone un dominio específico del hombre sobre la «tierra» y a la vez confirma y desarrolla este dominio. Está claro que con el término «tierra», del que habla el texto bíblico, se debe entender ante todo la parte del universo visible en el que habita el hombre; por extensión sin embargo, se puede entender todo el mundo visible, dado que se encuentra en el radio de influencia del hombre y de su búsqueda por satisfacer las propias necesidades. La expresión «someter la tierra» tiene un amplio alcance. Indica todos los recursos que la tierra (e indirectamente el mundo visible) encierra en sí y que, mediante la actividad consciente del hombre, pueden ser descubiertos y oportunamente usados. De esta manera, aquellas palabras, puestas al principio de la Biblia, no dejan de ser actuales. Abarcan todas las épocas pasadas de la civilización y de la economía, así como toda la realidad contemporánea y las fases futuras del desarrollo, las cuales, en alguna medida, quizás se están delineando ya, aunque en gran parte permanecen todavía casi desconocidas o escondidas para el hombre.
Si a veces se habla de período de «aceleración» en la vida económica y en la civilización de la humanidad o de las naciones, uniendo estas «aceleraciones» al progreso de la ciencia y de la técnica, y especialmente a los descubrimientos decisivos para la vida socio-económica, se puede decir al mismo tiempo que ninguna de estas «aceleraciones» supera el contenido esencial de lo indicado en ese antiquísimo texto bíblico. Haciéndose —mediante su trabajo— cada vez más dueño de la tierra y confirmando todavía —mediante el trabajo— su dominio sobre el mundo visible, el hombre en cada caso y en cada fase de este proceso se coloca en la línea del plan original del Creador; lo cual está necesaria e indisolublemente unido al hecho de que el hombre ha sido creado, varón y hembra, «a imagen de Dios». Este proceso es, al mismo tiempo, universal: abarca a todos los hombres, a cada generación, a cada fase del desarrollo económico y cultural, y a la vez es un proceso que se actúa en cada hombre, en cada sujeto humano consciente. Todos y cada uno están comprendidos en él con temporáneamente. Todos y cada uno, en una justa medida y en un número incalculable de formas, toman parte en este gigantesco proceso, mediante el cual el hombre «somete la tierra» con su trabajo.

5. El trabajo en sentido objetivo: la técnica.

Esta universalidad y a la vez esta multiplicidad del proceso de «someter la tierra» iluminan el trabajo del hombre, ya que el dominio del hombre sobre la tierra se realiza en el trabajo y mediante el trabajo. Emerge así el significado del trabajo en sentido objetivo, el cual halla su expresión en las varias épocas de la cultura y de la civilización. El hombre domina ya la tierra por el hecho de que domestica los animales, los cría y de ellos saca el alimento y vestido necesarios, y por el hecho de que puede extraer de la tierra y de los mares diversos recursos naturales. Pero mucho más «somete la tierra», cuando el hombre empieza a cultivarla y posteriormente elabora sus productos, adaptándolos a sus necesidades. La agricultura constituye así un campo primario de la actividad económica y un factor indispensable de la producción por medio del trabajo humano. La industria, a su vez, consistirá siempre en conjugar las riquezas de la tierra —los recursos vivos de la naturaleza, los productos de la agricultura, los recursos minerales o químicos— y el trabajo del hombre, tanto el trabajo físico como el intelectual. Lo cual puede aplicarse también en cierto sentido al campo de la llamada industria de los servicios y al de la investigación, pura o aplicada.
Hoy, en la industria y en la agricultura la actividad del hombre ha dejado de ser, en muchos casos, un trabajo prevalentemente manual, ya que la fatiga de las manos y de los músculos es ayudada por máquinas y mecanismos cada vez más perfeccionados. No solamente en la industria, sino también en la agricultura, somos testigos de las transformaciones llevadas a cabo por el gradual y continuo desarrollo de la ciencia y de la técnica. Lo cual, en su conjunto, se ha convertido históricamente en una causa de profundas transformaciones de la civilización, desde el origen de la «era industrial» hasta las sucesivas fases de desarrollo gracias a las nuevas técnicas, como las de la electrónica o de los microprocesadores de los últimos años.
Aunque pueda parecer que en el proceso industrial «trabaja» la máquina mientras el hombre solamente la vigila, haciendo posible y guiando de diversas maneras su funcionamiento, es verdad también que precisamente por ello el desarrollo industrial pone la base para plantear de manera nueva el problema del trabajo humano. Tanto la primera industrialización, que creó la llamada cuestión obrera, como los sucesivos cambios industriales y postindustriales, demuestran de manera elocuente que, también en la época del «trabajo» cada vez más mecanizado, el sujeto propio del trabajo sigue siendo el hombre.
El desarrollo de la industria y de los diversos sectores relacionados con ella —hasta las más modernas tecnologías de la electrónica, especialmente en el terreno de la miniaturización, de la informática, de la telemática y otros— indica el papel de primerísima importancia que adquiere, en la interacción entre el sujeto y objeto del trabajo (en el sentido más amplio de esta palabra), precisamente esa aliada del trabajo, creada por el cerebro humano, que es la técnica. Entendida aquí no como capacidad o aptitud para el trabajo, sino como un conjunto de instrumentos de los que el hombre se vale en su trabajo, la técnica es indudablemente una aliada del hombre. Ella le facilita el trabajo, lo perfecciona, lo acelera y lo multiplica. Ella fomenta el aumento de la cantidad de productos del trabajo y perfecciona incluso la calidad de muchos de ellos. Es un hecho, por otra parte, que a veces, la técnica puede transformarse de aliada en adversaria del hombre, como cuando la mecanización del trabajo «suplanta» al hombre, quitándole toda satisfacción personal y el estímulo a la creatividad y responsabilidad; cuando quita el puesto de trabajo a muchos trabajadores antes ocupados, o cuando mediante la exaltación de la máquina reduce al hombre a ser su esclavo.
Si las palabras bíblicas «someted la tierra», dichas al hombre desde el principio, son entendidas en el contexto de toda la época moderna, industrial y postindustrial, indudablemente encierran ya en sí una relación con la técnica, con el mundo de mecanismos y máquinas que es el fruto del trabajo del cerebro humano y la confirmación histórica del dominio del hombre sobre la naturaleza.
La época reciente de la historia de la humanidad, especialmente la de algunas sociedades, conlleva una justa afirmación de la técnica como un coeficiente fundamental del progreso económico; pero al mismo tiempo, con esta afirmación han surgido y continúan surgiendo los interrogantes esenciales que se refieren al trabajo humano en relación con el sujeto, que es precisamente el hombre. Estos interrogantes encierran una carga particular de contenidos y tensiones de carácter ético y ético-social. Por ello constituyen un desafío continuo para múltiples instituciones, para los Estados y para los gobiernos, para los sistemas y las organizaciones internacionales; constituyen también un desafío para la Iglesia.

6. El trabajo en sentido subjetivo: el hombre, sujeto del trabajo.

Para continuar nuestro análisis del trabajo en relación con la palabras de la Biblia, en virtud de las cuales el hombre ha de someter la tierra, hemos de concentrar nuestra atención sobre el trabajo en sentido subjetivo, mucho más de cuanto lo hemos hecho hablando acerca del significado objetivo del trabajo, tocando apenas esa vasta problemática que conocen perfecta y detalladamente los hombres de estudio en los diversos campos y también los hombres mismos del trabajo según sus especializaciones. Si las palabras del libro del Génesis, a las que nos referimos en este análisis, hablan indirectamente del trabajo en sentido objetivo, a la vez hablan también del sujeto del trabajo; y lo que dicen es muy elocuente y está lleno de un gran significado.
El hombre debe someter la tierra, debe dominarla, porque como «imagen de Dios» es una persona, es decir, un ser subjetivo capaz de obrar de manera programada y racional, capaz de decidir acerca de sí y que tiende a realizarse a sí mismo. Como persona, el hombre es pues sujeto del trabajo. Como persona él trabaja, realiza varias acciones pertenecientes al proceso del trabajo; éstas, independientemente de su contenido objetivo, han de servir todas ellas a la realización de su humanidad, al perfeccionamiento de esa vocación de persona, que tiene en virtud de su misma humanidad. Las principales verdades sobre este tema han sido últimamente recordadas por el Concilio Vaticano II en la Constitución Gaudium et Spes, sobre todo en el capítulo I, dedicado a la vocación del hombre.
Así ese «dominio» del que habla el texto bíblico que estamos analizando, se refiere no sólo a la dimensión objetiva del trabajo, sino que nos introduce contemporáneamente en la comprensión de su dimensión subjetiva. El trabajo entendido como proceso mediante el cual el hombre y el género humano someten la tierra, corresponde a este concepto fundamental de la Biblia sólo cuando al mismo tiempo, en todo este proceso, el hombre se manifiesta y confirma como el que «domina». Ese dominio se refiere en cierto sentido a la dimensión subjetiva más que a la objetiva: esta dimensión condiciona la misma esencia ética del trabajo. En efecto no hay duda de que el trabajo humano tiene un valor ético, el cual está vinculado completa y directamente al hecho de que quien lo lleva a cabo es una persona, un sujeto consciente y libre, es decir, un sujeto que decide de sí mismo.
Esta verdad, que constituye en cierto sentido el meollo fundamental y perenne de la doctrina cristiana sobre el trabajo humano, ha tenido y sigue teniendo un significado primordial en la formulación de los importantes problemas sociales que han interesado épocas enteras.
La edad antigua introdujo entre los hombres una propia y típica diferenciación en gremios, según el tipo de trabajo que realizaban. El trabajo que exigía de parte del trabajador el uso de sus fuerzas físicas, el trabajo de los músculos y manos, era considerado indigno de hombres libres y por ello era ejecutado por los esclavos. El cristianismo, ampliando algunos aspectos ya contenidos en el Antiguo Testamento, ha llevado a cabo una fundamental transformación de conceptos, partiendo de todo el contenido del mensaje evangélico y sobre todo del hecho de que Aquel, que siendo Dios se hizo semejante a nosotros en todo (Heb 2,17; Flp 2,5-8) dedicó la mayor parte de los años de su vida terrena al trabajo manual junto al banco del carpintero. Esta circunstancia constituye por sí sola el más elocuente «Evangelio del trabajo», que manifiesta cómo el fundamento para determinar el valor del trabajo humano no es en primer lugar el tipo de trabajo que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona. Las fuentes de la dignidad del trabajo deben buscarse principalmente no en su dimensión objetiva, sino en su dimensión subjetiva.
En esta concepción desaparece casi el fundamento mismo de la antigua división de los hombres en clases sociales, según el tipo de trabajo que realizasen. Esto no quiere decir que el trabajo humano, desde el punto de vista objetivo, no pueda o no deba ser de algún modo valorizado y cualificado. Quiere decir solamente que el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto. A esto va unida inmediatamente una consecuencia muy importante de naturaleza ética: es cierto que el hombre está destinado y llamado al trabajo; pero, ante todo, el trabajo está «en función del hombre» y no el hombre «en función del trabajo». Con esta conclusión se llega justamente a reconocer la preeminencia del significado subjetivo del trabajo sobre el significado objetivo. Dado este modo de entender, y suponiendo que algunos trabajos realizados por los hombres puedan tener un valor objetivo más o menos grande, sin embargo queremos poner en evidencia que cada uno de ellos se mide sobre todo con el metro de la dignidad del sujeto mismo del trabajo, o sea de la persona, del hombre que lo realiza. A su vez, independientemente del trabajo que cada hombre realiza, y suponiendo que ello constituya una finalidad —a veces muy exigente— de su obrar, esta finalidad no posee un significado definitivo por sí mismo. De hecho, en fin de cuentas, la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo realizado por el hombre —aunque fuera el trabajo «más corriente», más monótono en la escala del modo común de valorar, e incluso el que más margina— permanece siempre el hombre mismo.

7. Una amenaza al justo orden de los valores.

Precisamente estas afirmaciones básicas sobre el trabajo han surgido siempre de la riqueza de la verdad cristiana, especialmente del mensaje mismo del «Evangelio del trabajo», creando el fundamento del nuevo modo humano de pensar, de valorar y de actuar. En la época moderna, desde el comienzo de la era industrial, la verdad cristiana sobre el trabajo debía contraponerse a las diversas corrientes del pensamiento materialista y «economicista».
Para algunos actores de tales ideas, el trabajo se entendía y se trataba como una especie de «mercancía», que el trabajador —especialmente el obrero de la industria— vende al empresario, que es a la vez poseedor del capital, o sea del conjunto de los instrumentos de trabajo y de los medios que hacen posible la producción. Este modo de entender el trabajo se difundió, de modo particular, en la primera mitad del siglo XIX. A continuación, las formulaciones explícitas de este tipo casi han ido desapareciendo, cediendo a un modo más humano de pensar y valorar el trabajo. La interacción entre el hombre del trabajo y el conjunto de los instrumentos y de los medios de producción ha dado lugar al desarrollo de diversas formas de capitalismo —paralelamente a diversas formas de colectivismo— en las que se han insertado otros elementos socio-económicos como consecuencia de nuevas circunstancias concretas, de la acción de las asociaciones de los trabajadores y de los poderes públicos, así como de la entrada en acción de grandes empresas transnacionales. A pesar de todo, el peligro de considerar el trabajo como una «mercancía sui generis», o como una anónima «fuerza» necesaria para la producción (se habla incluso de «fuerza-trabajo»), existe siempre, especialmente cuando toda la visual de la problemática económica esté caracterizada por las premisas del economismo materialista.
Una ocasión sistemática y, en cierto sentido, hasta un estímulo para este modo de pensar y valorar está constituido por el acelerado proceso de desarrollo de la civilización unilateralmente materialista, en la que se da importancia primordial a la dimensión objetiva del trabajo, mientras la subjetiva —todo lo que se refiere indirecta o directamente al mismo sujeto del trabajo— permanece a un nivel secundario. En todos los casos de este género, en cada situación social de este tipo se da una confusión, e incluso una inversión del orden establecido desde el comienzo con las palabras del libro del Génesis: el hombre es considerado como un instrumento de producción (Quadragesimo anno) mientras él, —él solo, independientemente del trabajo que realiza— debería ser tratado como sujeto eficiente y su verdadero artífice y creador. Precisamente tal inversión de orden, prescindiendo del programa y de la denominación según la cual se realiza, merecería el nombre de «capitalismo» en el sentido indicado más adelante con mayor amplitud. Se sabe que el capitalismo tiene su preciso significado histórico como sistema, y sistema económico-social, en contraposición al «socialismo» o «comunismo». Pero, a la luz del análisis de la realidad fundamental del entero proceso económico y, ante todo, de la estructura de producción —como es precisamente el trabajo— conviene reconocer que el error del capitalismo primitivo puede repetirse dondequiera que el hombre sea tratado de alguna manera a la par de todo el complejo de los medios materiales de producción, como un instrumento y no según la verdadera dignidad de su trabajo, o sea como sujeto y autor, y, por consiguiente, como verdadero fin de todo el proceso productivo.
Se comprende así cómo el análisis del trabajo humano hecho a la luz de aquellas palabras, que se refieren al «dominio» del hombre sobre la tierra, penetra hasta el centro mismo de la problemática ético-social. Esta concepción debería también encontrar un puesto central en toda la esfera de la política social y económica, tanto en el ámbito de cada uno de los países, como en el más amplio de las relaciones internacionales e intercontinentales, con particular referencia a las tensiones, que se delinean en el mundo no sólo en el eje Oriente-Occidente, sino también en el del Norte-Sur. Tanto el Papa Juan XXIII en la Encíclica Mater et Magistra como Pablo VI en la Populorum Progressio han dirigido una decidida atención a estas dimensiones de la problemática ético-social contemporánea.

8. Solidaridad de los hombres del trabajo.

Si se trata del trabajo humano en la fundamental dimensión de su sujeto, o sea del hombre-persona que ejecuta un determinado trabajo, se debe bajo este punto de vista hacer por lo menos una sumaria valoración de las transformaciones que, en los 90 años que nos separan de la Rerum Novarum, han acaecido en relación con el aspecto subjetivo del trabajo. De hecho aunque el sujeto del trabajo sea siempre el mismo, o sea el hombre, sin embargo en el aspecto objetivo se verifican transformaciones notables. Aunque se pueda decir que el trabajo, a causa de su sujeto, es uno (uno y cada vez irrepetible) sin embargo, considerando sus direcciones objetivas, hay que constatar que existen muchos trabajos: tantos trabajos distintos. El desarrollo de la civilización humana conlleva en este campo un enriquecimiento continuo. Al mismo tiempo, sin embargo, no se puede dejar de notar cómo en el proceso de este desarrollo no sólo aparecen nuevas formas de trabajo, sino que también otras desaparecen. Aun concediendo que en línea de máxima sea esto un fenómeno normal, hay que ver todavía si no se infiltran en él, y en qué manera, ciertas irregularidades, que por motivos ético-sociales pueden ser peligrosas.
Precisamente, a raíz de esta anomalía de gran alcance surgió en el siglo pasado la llamada cuestión obrera, denominada a veces «cuestión proletaria». Tal cuestión —con los problemas anexos a ella— ha dado origen a una justa reacción social, ha hecho surgir y casi irrumpir un gran impulso de solidaridad entre los hombres del trabajo y, ante todo, entre los trabajadores de la industria. La llamada a la solidaridad y a la acción común, lanzada a los hombres del trabajo —sobre todo a los del trabajo sectorial, monótono, despersonalizador en los complejos industriales, cuando la máquina tiende a dominar sobre el hombre— tenía un importante valor y su elocuencia desde el punto de vista de la ética social. Era la reacción contra la degradación del hombre como sujeto del trabajo, y contra la inaudita y concomitante explotación en el campo de las ganancias, de las condiciones de trabajo y de previdencia hacia la persona del trabajador. Semejante reacción ha reunido al mundo obrero en una comunidad caracterizada por una gran solidaridad.
Tras las huellas de la Encíclica Rerum Novarum y de muchos documentos sucesivos del Magisterio de la Iglesia se debe reconocer francamente que fue justificada, desde la óptica de la moral social, la reacción contra el sistema de injusticia y de daño, que pedía venganza al cielo (Sant 5,4) y que pesaba sobre el hombre del trabajo en aquel período de rápida industrialización. Esta situación estaba favorecida por el sistema socio-político liberal que, según sus premisas de economismo, reforzaba y aseguraba la iniciativa económica de los solos poseedores del capital, y no se preocupaba suficientemente de los derechos del hombre del trabajo, afirmando que el trabajo humano es solamente instrumento de producción, y que el capital es el fundamento, el factor eficiente, y el fin de la producción.
Desde entonces la solidaridad de los hombres del trabajo, junto con una toma de conciencia más neta y más comprometida sobre los derechos de los trabajadores por parte de los demás, ha dado lugar en muchos casos a cambios profundos. Se han ido buscando diversos sistemas nuevos. Se han desarrollado diversas formas de neocapitalismo o de colectivismo. Con frecuencia los hombres del trabajo pueden participar, y efectivamente participan, en la gestión y en el control de la productividad de las empresas. Por medio de asociaciones adecuadas, ellos influyen en las condiciones de trabajo y de remuneración, así como en la legislación social. Pero al mismo tiempo, sistemas ideológicos o de poder, así como nuevas relaciones surgidas a distintos niveles de la convivencia humana, han dejado perdurar injusticias flagrantes o han provocado otras nuevas. A escala mundial, el desarrollo de la civilización y de las comunicaciones ha hecho posible un diagnóstico más completo de las condiciones de vida y del trabajo del hombre en toda la tierra, y también ha manifestado otras formas de injusticia mucho más vastas de las que, en el siglo pasado, fueron un estímulo a la unión de los hombres del trabajo para una solidaridad particular en el mundo obrero. Así ha ocurrido en los Países que han llevado ya a cabo un cierto proceso de revolución industrial; y así también en los Países donde el lugar primordial de trabajo sigue estando en el cultivo de la tierra u otras ocupaciones similares.
Movimientos de solidaridad en el campo del trabajo —de una solidaridad que no debe ser cerrazón al diálogo y a la colaboración con los demás —pueden ser necesarios incluso con relación a las condiciones de grupos sociales que antes no estaban comprendidos en tales movimientos, pero que sufren, en los sistemas sociales y en las condiciones de vida que cambian, una «proletarización» efectiva o, más aún, se encuentran ya realmente en la condición de «proletariado», la cual, aunque no es conocida todavía con este nombre, lo merece de hecho. En esa condición pueden encontrarse algunas categorías o grupos de la «inteligencia» trabajadora, especialmente cuando junto con el acceso cada vez más amplio a la instrucción, con el número cada vez más numeroso de personas, que han conseguido un diploma por su preparación cultural, disminuye la demanda de su trabajo. Tal desocupación de los intelectuales tiene lugar o aumenta cuando la instrucción accesible no está orientada hacia los tipos de empleo o de servicios requeridos por las verdaderas necesidades de la sociedad, o cuando el trabajo para el que se requiere la instrucción, al menos profesional, es menos buscado o menos pagado que un trabajo manual. Es obvio que la instrucción de por sí constituye siempre un valor y un enriquecimiento importante de la persona humana; pero no obstante, algunos procesos de «proletarización» siguen siendo posibles independientemente de este hecho.
Por eso, hay que seguir preguntándose sobre el sujeto del trabajo y las condiciones en las que vive. Para realizar la justicia social en las diversas partes del mundo, en los distintos Países, y en las relaciones entre ellos, son siempre necesarios nuevos movimientos de solidaridad de los hombres del trabajo y de solidaridad con los hombres del trabajo. Esta solidaridad debe estar siempre presente allí donde lo requiere la degradación social del sujeto del trabajo, la explotación de los trabajadores, y las crecientes zonas de miseria e incluso de hambre. La Iglesia está vivamente comprometida en esta causa, porque la considera como su misión, su servicio, como verificación de su fidelidad a Cristo, para poder ser verdaderamente la «Iglesia de los pobres». Y los «pobres» se encuentran bajo diversas formas; aparecen en diversos lugares y en diversos momentos; aparecen en muchos casos como resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano: bien sea porque se limitan las posibilidades del trabajo —es decir por la plaga del desempleo—, bien porque se deprecian el trabajo y los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del trabajador y de su familia.

9. Trabajo - dignidad de la persona.

Continuando todavía en la perspectiva del hombre como sujeto del trabajo, nos conviene tocar, al menos sintéticamente, algunos problemas que definen con mayor aproximación la dignidad del trabajo humano, ya que permiten distinguir más plenamente su específico valor moral. Hay que hacer esto, teniendo siempre presente la vocación bíblica a «dominar la tierra» (Gén 1,28) en la que se ha expresado la voluntad del Creador, para que el trabajo ofreciera al hombre la posibilidad de alcanzar el «dominio» que le es propio en el mundo visible.
La intención fundamental y primordial de Dios respecto del hombre, que Él «creó... a su semejanza, a su imagen» (Gén 1,26-27) no ha sido revocada ni anulada ni siquiera cuando el hombre, después de haber roto la alianza original con Dios, oyó las palabras: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan» (Gén 3,19). Estas palabras se refieren a la fatiga a veces pesada, que desde entonces acompaña al trabajo humano; pero no cambian el hecho de que éste es el camino por el que el hombre realiza el «dominio», que le es propio sobre el mundo visible «sometiendo» la tierra. Esta fatiga es un hecho universalmente conocido, porque es universalmente experimentado. Lo saben los hombres del trabajo manual, realizado a veces en condiciones excepcionalmente pesadas. La saben no sólo los agricultores, que consumen largas jornadas en cultivar la tierra, la cual a veces «produce abrojos y espinas» (Heb 6,8) sino también los mineros en las minas o en las canteras de piedra, los siderúrgicos junto a sus altos hornos, los hombres que trabajan en obras de albañilería y en el sector de la construcción con frecuente peligro de vida o de invalidez. Lo saben a su vez, los hombres vinculados a la mesa de trabajo intelectual; lo saben los científicos; lo saben los hombres sobre quienes pesa la gran responsabilidad de decisiones destinadas a tener una vasta repercusión social. Lo saben los médicos y los enfermeros, que velan día y noche junto a los enfermos. Lo saben las mujeres, que a veces sin un adecuado reconocimiento por parte de la sociedad y de sus mismos familiares, soportan cada día la fatiga y la responsabilidad de la casa y de la educación de los hijos. Lo saben todos los hombres del trabajo y, puesto que es verdad que el trabajo es una vocación universal, lo saben todos los hombres.
No obstante, con toda esta fatiga —y quizás, en un cierto sentido, debido a ella— el trabajo es un bien del hombre. Si este bien comporta el signo de un «bonum arduum», según la terminología de Santo Tomás (Suma Teológica); esto no quita que, en cuanto tal, sea un bien del hombre. Y es no sólo un bien «útil» o «para disfrutar», sino un bien «digno», es decir, que corresponde a la dignidad del hombre, un bien que expresa esta dignidad y la aumenta. Queriendo precisar mejor el significado ético del trabajo, se debe tener presente ante todo esta verdad. El trabajo es un bien del hombre —es un bien de su humanidad—, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido «se hace más hombre».
Si se prescinde de esta consideración no se puede comprender el significado de la virtud de la laboriosidad y más en concreto no se puede comprender por qué la laboriosidad debería ser una virtud: en efecto, la virtud, como actitud moral, es aquello por lo que el hombre llega a ser bueno como hombre. Este hecho no cambia para nada nuestra justa preocupación, a fin de que en el trabajo, mediante el cual la materia es ennoblecida, el hombre mismo no sufra mengua en su propia dignidad (Quadragesimo anno). Es sabido además, que es posible usar de diversos modos el trabajo contra el hombre, que se puede castigar al hombre con el sistema de trabajos forzados en los campos de concentración, que se puede hacer del trabajo un medio de opresión del hombre, que, en fin, se puede explotar de diversos modos el trabajo humano, es decir, al hombre del trabajo. Todo esto da testimonio en favor de la obligación moral de unir la laboriosidad como virtud con el orden social del trabajo, que permitirá al hombre «hacerse más hombre» en el trabajo, y no degradarse a causa del trabajo, perjudicando no sólo sus fuerzas físicas (lo cual, al menos hasta un cierto punto, es inevitable), sino, sobre todo, menoscabando su propia dignidad y subjetividad.

10. Trabajo y sociedad: familia, nación.

Confirmada de este modo la dimensión personal del trabajo humano, se debe luego llegar al segundo ámbito de valores, que está necesariamente unido a él. El trabajo es el fundamento sobre el que se forma la vida familiar, la cual es un derecho natural y una vocación del hombre. Estos dos ámbitos de valores —uno relacionado con el trabajo y otro consecuente con el carácter familiar de la vida humana— deben unirse entre sí correctamente y correctamente compenetrarse. El trabajo es, en un cierto sentido, una condición para hacer posible la fundación de una familia, ya que ésta exige los medios de subsistencia, que el hombre adquiere normalmente mediante el trabajo. Trabajo y laboriosidad condicionan a su vez todo el proceso de educación dentro de la familia, precisamente por la razón de que cada uno «se hace hombre», entre otras cosas, mediante el trabajo, y ese hacerse hombre expresa precisamente el fin principal de todo el proceso educativo. Evidentemente aquí entran en juego, en un cierto sentido, dos significados del trabajo: el que consiente la vida y manutención de la familia, y aquél por el cual se realizan los fines de la familia misma, especialmente la educación. No obstante, estos dos significados del trabajo están unidos entre sí y se complementan en varios puntos.
En conjunto se debe recordar y afirmar que la familia constituye uno de los puntos de referencia más importantes, según los cuales debe formarse el orden socio-ético del trabajo humano. La doctrina de la Iglesia ha dedicado siempre una atención especial a este problema y en el presente documento convendrá que volvamos sobre él. En efecto, la familia es, al mismo tiempo, una comunidad hecha posible gracias al trabajo y la primera escuela interior de trabajo para todo hombre.
El tercer ámbito de valores que emerge en la presente perspectiva —en la perspectiva del sujeto del trabajo— se refiere a esa gran sociedad, a la que pertenece el hombre en base a particulares vínculos culturales e históricos. Dicha sociedad— aun cuando no ha asumido todavía la forma madura de una nación— es no sólo la gran «educadora» de cada hombre, aunque indirecta (porque cada hombre asume en la familia los contenidos y valores que componen, en su conjunto, la cultura de una determinada nación), sino también una gran encarnación histórica y social del trabajo de todas las generaciones. Todo esto hace que el hombre concilie su más profunda identidad humana con la pertenencia a la nación y entienda también su trabajo como incremento del bien común elaborado juntamente con sus compatriotas, dándose así cuenta de que por este camino el trabajo sirve para multiplicar el patrimonio de toda la familia humana, de todos los hombres que viven en el mundo.
Estos tres ámbitos conservan permanentemente su importancia para el trabajo humano en su dimensión subjetiva. Y esta dimensión, es decir la realidad concreta del hombre del trabajo, tiene precedencia sobre la dimensión objetiva. En su dimensión subjetiva se realiza, ante todo, aquel «dominio» sobre el mundo de la naturaleza, al que el hombre está llamado desde el principio según las palabras del libro del Génesis. Si el proceso mismo de «someter la tierra», es decir, el trabajo bajo el aspecto de la técnica, está marcado a lo largo de la historia y, especialmente en los últimos siglos, por un desarrollo inconmensurable de los medios de producción, entonces éste es un fenómeno ventajoso y positivo, a condición de que la dimensión objetiva del trabajo no prevalezca sobre la dimensión subjetiva, quitando al hombre o disminuyendo su dignidad y sus derechos inalienables.

III. CONFLICTO ENTRE TRABAJO Y CAPITAL EN LA PRESENTE FASE HISTÓRICA.

11. Dimensión de este conflicto.

El esbozo de la problemática fundamental del trabajo, tal como se ha delineado más arriba haciendo referencia a los primeros textos bíblicos, constituye así, en un cierto sentido, la misma estructura portadora de la enseñanza de la Iglesia, que se mantiene sin cambio a través de los siglos, en el contexto de las diversas experiencias de la historia. Sin embargo, en el transfondo de las experiencias que precedieron y siguieron a la publicación de la Encíclica Rerum Novarum, esa enseñanza adquiere una expresividad particular y una elocuencia de viva actualidad. El trabajo aparece en este análisis como una gran realidad, que ejerce un influjo fundamental sobre la formación, en sentido humano del mundo dado al hombre por el Creador y es una realidad estrechamente ligada al hombre como al propio sujeto y a su obrar racional. Esta realidad, en el curso normal de las cosas, llena la vida humana e incide fuertemente sobre su valor y su sentido. Aunque unido a la fatiga y al esfuerzo, el trabajo no deja de ser un bien, de modo que el hombre se desarrolla mediante el amor al trabajo. Este carácter del trabajo humano, totalmente positivo y creativo, educativo y meritorio, debe constituir el fundamento de las valoraciones y de las decisiones, que hoy se toman al respecto, incluso referidas a los derechos subjetivos del hombre, como atestiguan las Declaraciones internacionales y también los múltiples Códigos del trabajo, elaborados tanto por las competentes instituciones legisladoras de cada País, como por las organizaciones que dedican su actividad social o también científico-social a la problemática del trabajo. Un organismo que promueve a nivel internacional tales iniciativas es la Organización Internacional del Trabajo, la más antigua Institución especializada de la ONU.
En la parte siguiente de las presentes consideraciones tengo intención de volver de manera más detallada sobre estos importantes problemas, recordando al menos los elementos fundamentales de la doctrina de la Iglesia sobre este tema. Sin embargo antes conviene tocar un ámbito mucho más importante de problemas, entre los cuales se ha ido formando esta enseñanza en la última fase, es decir en el período, cuya fecha, en cierto sentido simbólica, es el año de la publicación de la Encíclica Rerum Novarum.
Se sabe que en todo este período, que todavía no ha terminado, el problema del trabajo ha sido planteado en el contexto del gran conflicto, que en la época del desarrollo industrial y junto con éste se ha manifestado entre el «mundo del capital» y el «mundo del trabajo», es decir, entre el grupo restringido, pero muy influyente, de los empresarios, propietarios o poseedores de los medios de producción y la más vasta multitud de gente que no disponía de estos medios, y que participaba, en cambio, en el proceso productivo exclusivamente mediante el trabajo. Tal conflicto ha surgido por el hecho de que los trabajadores, ofreciendo sus fuerzas para el trabajo, las ponían a disposición del grupo de los empresarios, y que éste, guiado por el principio del máximo rendimiento, trataba de establecer el salario más bajo posible para el trabajo realizado por los obreros. A esto hay que añadir también otros elementos de explotación, unidos con la falta de seguridad en el trabajo y también de garantías sobre las condiciones de salud y de vida de los obreros y de sus familias.
Este conflicto, interpretado por algunos como un conflicto socio-económico con carácter de clase, ha encontrado su expresión en el conflicto ideológico entre el liberalismo, entendido como ideología del capitalismo, y el marxismo, entendido como ideología del socialismo científico y del comunismo, que pretende intervenir como portavoz de la clase obrera, de todo el proletariado mundial. De este modo, el conflicto real, que existía entre el mundo del trabajo y el mundo del capital, se ha transformado en la lucha programada de clases, llevada con métodos no sólo ideológicos, sino incluso, y ante todo, políticos. Es conocida la historia de este conflicto, como conocidas son también las exigencias de una y otra parte. El programa marxista, basado en la filosofía de Marx y de Engels, ve en la lucha de clases la única vía para eliminar las injusticias de clase, existentes en la sociedad, y las clases mismas. La realización de este programa antepone la «colectivización» de los medios de producción, a fin de que a través del traspaso de estos medios de los privados a la colectividad, el trabajo humano quede preservado de la explotación.
A esto tiende la lucha conducida con métodos no sólo ideológicos, sino también políticos. Los grupos inspirados por la ideología marxista como partidos políticos, tienden, en función del principio de la «dictadura del proletariado», y ejerciendo influjos de distinto tipo, comprendida la presión revolucionaria, al monopolio del poder en cada una de las sociedades, para introducir en ellas, mediante la supresión de la propiedad privada de los medios de producción, el sistema colectivista. Según los principales ideólogos y dirigentes de ese amplio movimiento internacional, el objetivo de ese programa de acción es el de realizar la revolución social e introducir en todo el mundo el socialismo y, en definitiva, el sistema comunista.
Tocando este ámbito sumamente importante de problemas que constituyen no sólo una teoría, sino precisamente un tejido de vida socio-económica, política e internacional de nuestra época,no se puede y ni siquiera es necesario entrar en detalles, ya que éstos son conocidos sea por la vasta literatura, sea por las experiencias prácticas. Se debe, en cambio, pasar de su contexto al problema fundamental del trabajo humano, al que se dedican sobre todo las consideraciones contenidas en el presente documento. Al mismo tiempo pues, es evidente que este problema capital, siempre desde el punto de vista del hombre, —problema que constituye una de las dimensiones fundamentales de su existencia terrena y de su vocación— no puede explicarse de otro modo si no es teniendo en cuenta el pleno contexto de la realidad contemporánea.

12. Prioridad del trabajo.

Ante la realidad actual, en cuya estructura se encuentran profundamente insertos tantos conflictos, causados por el hombre, y en la que los medios técnicos —fruto del trabajo humano— juegan un papel primordial (piénsese aquí en la perspectiva de un cataclismo mundial en la eventualidad de una guerra nuclear con posibilidades destructoras casi inimaginables) se debe ante todo recordar un principio enseñado siempre por la Iglesia. Es el principio de la prioridad del «trabajo» frente al «capital». Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el «capital», siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental. Este principio es una verdad evidente, que se deduce de toda la experiencia histórica del hombre.
Cuando en el primer capítulo de la Biblia oímos que el hombre debe someter la tierra, sabemos que estas palabras se refieren a todos los recursos que el mundo visible encierra en sí, puestos a disposición del hombre. Sin embargo, tales recursos no pueden servir al hombre si no es mediante el trabajo. Con el trabajo ha estado siempre vinculado desde el principio el problema de la propiedad: en efecto, para hacer servir para sí y para los demás los recursos escondidos en la naturaleza, el hombre tiene como único medio su trabajo. Y para hacer fructificar estos recursos por medio del trabajo, el hombre se apropia en pequeñas partes, de las diversas riquezas de la naturaleza: del subsuelo, del mar, de la tierra, del espacio. De todo esto se apropia él convirtiéndolo en su puesto de trabajo.
Se lo apropia por medio del trabajo y para tener un ulterior trabajo. El mismo principio se aplica a las fases sucesivas de este proceso, en el que la primera fase es siempre la relación del hombre con los recursos y las riquezas de la naturaleza. Todo el esfuerzo intelectual, que tiende a descubrir estas riquezas, a especificar las diversas posibilidades de utilización por parte del hombre y para el hombre, nos hace ver que todo esto, que en la obra entera de producción económica procede del hombre, ya sea el trabajo como el conjunto de los medios de producción y la técnica relacionada con éstos (es decir, la capacidad de usar estos medios en el trabajo), supone estas riquezas y recursos del mundo visible, que el hombre encuentra, pero no crea. Él los encuentra, en cierto modo, ya dispuestos, preparados para el descubrimiento intelectual y para la utilización correcta en el proceso productor. En cada fase del desarrollo de su trabajo, el hombre se encuentra ante el hecho de la principal donación por parte de la «naturaleza», y en definitiva por parte del Creador. En el comienzo mismo del trabajo humano se encuentra el misterio de la creación. Esta afirmación ya indicada como punto de partida, constituye el hilo conductor de este documento, y se desarrollará posteriormente en la última parte de las presentes reflexiones.
La consideración sucesiva del mismo problema debe confirmarnos en la convicción de la prioridad del trabajo humano sobre lo que, en el transcurso del tiempo, se ha solido llamar «capital». En efecto, si en el ámbito de este último concepto entran, además de los recursos de la naturaleza puestos a disposición del hombre, también el conjunto de medios, con los cuales el hombre se apropia de ellos, transformándolos según sus necesidades (y de este modo, en algún sentido, «humanizándolos»), entonces se debe constatar aquí que el conjunto de medios es fruto del patrimonio histórico del trabajo humano. Todos los medios de producción, desde los más primitivos hasta los ultramodernos, han sido elaborados gradualmente por el hombre: por la experiencia y la inteligencia del hombre. De este modo, han surgido no sólo los instrumentos más sencillos que sirven para el cultivo de la tierra, sino también —con un progreso adecuado de la ciencia y de la técnica— los más modernos y complejos: las máquinas, las fábricas, los laboratorios y las computadoras. Así, todo lo que sirve al trabajo, todo lo que constituye —en el estado actual de la técnica— su «instrumento» cada vez más perfeccionado, es fruto del trabajo.
Este gigantesco y poderoso instrumento —el conjunto de los medios de producción, que son considerados, en un cierto sentido, como sinónimo de «capital»— , ha nacido del trabajo y lleva consigo las señales del trabajo humano. En el presente grado de avance de la técnica, el hombre, que es el sujeto del trabajo, queriendo servirse del conjunto de instrumentos modernos, o sea de los medios de producción, debe antes asimilar a nivel de conocimiento el fruto del trabajo de los hombres que han descubierto aquellos instrumentos, que los han programado, construido y perfeccionado, y que siguen haciéndolo. La capacidad de trabajo —es decir, de participación eficiente en el proceso moderno de producción— exige una preparación cada vez mayor y, ante todo, una instrucción adecuada. Está claro obviamente que cada hombre que participa en el proceso de producción, incluso en el caso de que realice sólo aquel tipo de trabajo para el cual son necesarias una instrucción y especialización particulares, es sin embargo en este proceso de producción el verdadero sujeto eficiente, mientras el conjunto de los instrumentos, incluso el más perfecto en sí mismo, es sólo y exclusivamente instrumento subordinado al trabajo del hombre.
Esta verdad, que pertenece al patrimonio estable de la doctrina de la Iglesia, deber ser siempre destacada en relación con el problema del sistema de trabajo, y también de todo el sistema socio-económico. Conviene subrayar y poner de relieve la primacía del hombre en el proceso de producción, la primacía del hombre respecto de las cosas. Todo lo que está contenido en el concepto de «capital» —en sentido restringido— es solamente un conjunto de cosas. El hombre como sujeto del trabajo, e independientemente del trabajo que realiza, el hombre, él solo, es una persona. Esta verdad contiene en sí consecuencias importantes y decisivas.

13. Economismo y materialismo.

Ante todo, a la luz de esta verdad, se ve claramente que no se puede separar el «capital» del trabajo, y que de ningún modo se puede contraponer el trabajo al capital ni el capital al trabajo, ni menos aún —como se dirá más adelante— los hombres concretos, que están detrás de estos conceptos, los unos a los otros. Justo, es decir, conforme a la esencia misma del problema; justo, es decir, intrínsecamente verdadero y a su vez moralmente legítimo, puede ser aquel sistema de trabajo que en su raíz supera la antinomia entre trabajo y el capital, tratando de estructurarse según el principio expuesto más arriba de la sustancial y efectiva prioridad del trabajo, de la subjetividad del trabajo humano y de su participación eficiente en todo el proceso de producción, y esto independientemente de la naturaleza de las prestaciones realizadas por el trabajador.
La antinomia entre trabajo y capital no tiene su origen en la estructura del mismo proceso de producción, y ni siquiera en la del proceso económico en general. Tal proceso demuestra en efecto la compenetración recíproca entre el trabajo y lo que estamos acostumbrados a llamar el capital; demuestra su vinculación indisoluble. El hombre, trabajando en cualquier puesto de trabajo, ya sea éste relativamente primitivo o bien ultramoderno, puede darse cuenta fácilmente de que con su trabajo entra en un doble patrimonio, es decir, en el patrimonio de lo que ha sido dado a todos los hombres con los recursos de la naturaleza y de lo que los demás ya han elaborado anteriormente sobre la base de estos recursos, ante todo desarrollando la técnica, es decir, formando un conjunto de instrumentos de trabajo, cada vez más perfectos: el hombre, trabajando, al mismo tiempo «reemplaza en el trabajo a los demás» (Jn 4,38). Aceptamos sin dificultad dicha imagen del campo y del proceso del trabajo humano, guiados por la inteligencia o por la fe que recibe la luz de la Palabra de Dios. Esta es una imagen coherente, teológica y al mismo tiempo humanística. El hombre es en ella el «señor» de las criaturas, que están puestas a su disposición en el mundo visible. Si en el proceso del trabajo se descubre alguna dependencia, ésta es la dependencia del Dador de todos los recursos de la creación, y es a su vez la dependencia de los demás hombres, a cuyo trabajo y a cuyas iniciativas debemos las ya perfeccionadas y ampliadas posibilidades de nuestro trabajo. De todo esto que en el proceso de producción constituye un conjunto de «cosas», de los instrumentos, del capital, podemos solamente afirmar que condiciona el trabajo del hombre; no podemos, en cambio, afirmar que ello constituya casi el «sujeto» anónimo que hace dependiente al hombre y su trabajo.
La ruptura de esta imagen coherente, en la que se salvaguarda estrechamente el principio de la primacía de la persona sobre las cosas, ha tenido lugar en la mente humana, alguna vez, después de un largo período de incubación en la vida práctica. Se ha realizado de modo tal que el trabajo ha sido separado del capital y contrapuesto al capital, y el capital contrapuesto al trabajo, casi como dos fuerzas anónimas, dos factores de producción colocados juntos en la misma perspectiva «economística». En tal planteamiento del problema había un error fundamental, que se puede llamar el error del economismo, si se considera el trabajo humano exclusivamente según su finalidad económica. Se puede también y se debe llamar este error fundamental del pensamiento un error del materialismo, en cuanto que el economismo incluye, directa o indirectamente, la convicción de la primacía y de la superioridad de lo que es material, mientras por otra parte el economismo sitúa lo que es espiritual y personal (la acción del hombre, los valores morales y similares) directa o indirectamente, en una posición subordinada a la realidad material. Esto no es todavía el materialismo teórico en el pleno sentido de la palabra; pero es ya ciertamente materialismo práctico, el cual, no tanto por las premisas derivadas de la teoría materialista, cuanto por un determinado modo de valorar, es decir, de una cierta jerarquía de los bienes, basada sobre la inmediata y mayor atracción de lo que es material, es considerado capaz de apagar las necesidades del hombre.
El error de pensar según las categorías del economismo ha avanzado al mismo tiempo que surgía la filosofía materialista y se desarrollaba esta filosofía desde la fase más elemental y común (llamada también materialismo vulgar, porque pretende reducir la realidad espiritual a un fenómeno superfluo) hasta la fase del llamado materialismo dialéctico. Sin embargo parece que —en el marco de las presentes consideraciones— , para el problema fundamental del trabajo humano y, en particular, para la separación y contraposición entre «trabajo» y «capital», como entre dos factores de la producción considerados en aquella perspectiva «economística» dicha anteriormente, el economismo haya tenido una importancia decisiva y haya influido precisamente sobre tal planteamiento no humanístico de este problema antes del sistema filosófico materialista. No obstante es evidente que el materialismo, incluso en su forma dialéctica, no es capaz de ofrecer a la reflexión sobre el trabajo humano bases suficientes y definitivas, para que la primacía del hombre sobre el instrumento-capital, la primacía de la persona sobre las cosas, pueda encontrar en él una adecuada e irrefutable verificación y apoyo. También en el materialismo dialéctico el hombre no es ante todo sujeto del trabajo y causa eficiente del proceso de producción, sino que es entendido y tratado como dependiendo de lo que es material, como una especie de «resultante» de las relaciones económicas y de producción predominantes en una determinada época.
Evidentemente la antinomia entre trabajo y capital considerada aquí —la antinomia en cuyo marco el trabajo ha sido separado del capital y contrapuesto al mismo, en un cierto sentido ónticamente como si fuera un elemento cualquiera del proceso económico— inicia no sólo en la filosofía y en las teorías económicas del siglo XVIII sino mucho más todavía en toda la praxis económico-social de aquel tiempo, que era el de la industrialización que nacía y se desarrollaba precipitadamente, en la cual se descubría en primer lugar la posibilidad de acrecentar mayormente las riquezas materiales, es decir los medios, pero se perdía de vista el fin, o sea el hombre, al cual estos medios deben servir. Precisamente este error práctico ha perjudicado ante todo al trabajo humano, al hombre del trabajo, y ha causado la reacción social éticamente justa, de la que se ha hablado anteriormente. El mismo error, que ya tiene su determinado aspecto histórico, relacionado con el período del primitivo capitalismo y liberalismo, puede sin embargo repetirse en otras circunstancias de tiempo y lugar, si se parte, en el pensar, de las mismas premisas tanto teóricas como prácticas. No se ve otra posibilidad de una superación radical de este error, si no intervienen cambios adecuados tanto en el campo de la teoría, como en el de la práctica, cambios que van en la línea de la decisiva convicción de la primacía de la persona sobre las cosas, del trabajo del hombre sobre el capital como conjunto de los medios de producción.

14. Trabajo y propiedad.

El proceso histórico —presentado aquí brevemente— que ciertamente ha salido de su fase inicial, pero que sigue en vigor, más aún que continúa extendiéndose a las relaciones entre las naciones y los continentes, exige una precisión también desde otro punto de vista. Es evidente que, cuando se habla de la antinomia entre trabajo y capital, no se trata sólo de conceptos abstractos o de «fuerzas anónimas», que actúan en la producción económica. Detrás de uno y otro concepto están los hombres, los hombres vivos, concretos; por una parte aquéllos que realizan el trabajo sin ser propietarios de los medios de producción, y por otra aquéllos que hacen de empresarios y son los propietarios de estos medios, o bien representan a los propietarios. Así pues, en el conjunto de este difícil proceso histórico, desde el principio está el problema de la propiedad. La Encíclica Rerum Novarum, que tiene como tema la cuestión social, pone el acento también sobre este problema, recordando y confirmando la doctrina de la Iglesia sobre la propiedad, sobre el derecho a la propiedad privada, incluso cuando se trata de los medios de producción. Lo mismo ha hecho la Encíclica Mater et Magistra.
El citado principio, tal y como se recordó entonces y como todavía es enseñado por la Iglesia, se aparta radicalmente del programa del colectivismo, proclamado por el marxismo y realizado en diversos Países del mundo en los decenios siguientes a la época de la Encíclica de León XIII. Tal principio se diferencia al mismo tiempo, del programa del capitalismo, practicado por el liberalismo y por los sistemas políticos, que se refieren a él. En este segundo caso, la diferencia consiste en el modo de entender el derecho mismo de propiedad. La tradición cristiana no ha sostenido nunca este derecho como absoluto e intocable. Al contrario, siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a usar los bienes de la entera creación: el derecho a la propiedad privada como subordinado al derecho al uso común, al destino universal de los bienes.
Además, la propiedad según la enseñanza de la Iglesia nunca se ha entendido de modo que pueda constituir un motivo de contraste social en el trabajo. Como ya se ha recordado anteriormente en este mismo texto, la propiedad se adquiere ante todo mediante el trabajo, para que ella sirva al trabajo. Esto se refiere de modo especial a la propiedad de los medios de producción. El considerarlos aisladamente como un conjunto de propiedades separadas con el fin de contraponerlos en la forma del «capital» al «trabajo», y más aún realizar la explotación del trabajo, es contrario a la naturaleza misma de estos medios y de su posesión. Éstos no pueden ser poseídos contra el trabajo, no pueden ser ni siquiera poseídos para poseer, porque el único título legítimo para su posesión —y esto ya sea en la forma de la propiedad privada, ya sea en la de la propiedad pública o colectiva— es que sirvan al trabajo; consiguientemente que, sirviendo al trabajo, hagan posible la realización del primer principio de aquel orden, que es el destino universal de los bienes y el derecho a su uso común. Desde ese punto de vista, pues, en consideración del trabajo humano y del acceso común a los bienes destinados al hombre, tampoco conviene excluir la socialización, en las condiciones oportunas, de ciertos medios de producción. En el espacio de los decenios que nos separan de la publicación de la Encíclica Rerum Novarum, la enseñanza de la Iglesia siempre ha recordado todos estos principios, refiriéndose a los argumentos formulados en la tradición mucho más antigua, por ejemplo, los conocidos argumentos de la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino.
En este documento, cuyo tema principal es el trabajo humano, es conveniente corroborar todo el esfuerzo a través del cual la enseñanza de la Iglesia acerca de la propiedad ha tratado y sigue tratando de asegurar la primacía del trabajo y, por lo mismo, la subjetividad del hombre en la vida social, especialmente en la estructura dinámica de todo el proceso económico. Desde esta perspectiva, sigue siendo inaceptable la postura del «rígido» capitalismo, que defiende el derecho exclusivo a la propiedad privada de los medios de producción, como un «dogma» intocable en la vida económica. El principio del respeto del trabajo, exige que este derecho se someta a una revisión constructiva en la teoría y en la práctica. En efecto, si es verdad que el capital, al igual que el conjunto de los medios de producción, constituye a su vez el producto del trabajo de generaciones, entonces no es menos verdad que ese capital se crea incesantemente gracias al trabajo llevado a cabo con la ayuda de ese mismo conjunto de medios de producción, que aparecen como un gran lugar de trabajo en el que, día a día, pone su empeño la presente generación de trabajadores. Se trata aquí, obviamente, de las distintas clases de trabajo, no sólo del llamado trabajo manual, sino también del múltiple trabajo intelectual, desde el de planificación al de dirección.
Bajo esta luz adquieren un significado de relieve particular las numerosas propuestas hechas por expertos en la doctrina social católica y también por el Supremo Magisterio de la Iglesia (Quadragesimo anno y Gaudium et Spes). Son propuestas que se refieren a la copropiedad de los medios de trabajo, a la participación de los trabajadores en la gestión y o en los beneficios de la empresa, al llamado «accionariado» del trabajo y otras semejantes. Independientemente de la posibilidad de aplicación concreta de estas diversas propuestas, sigue siendo evidente que el reconocimiento de la justa posición del trabajo y del hombre del trabajo dentro del proceso productivo exige varias adaptaciones en el ámbito del mismo derecho a la propiedad de los medios de producción; y esto teniendo en cuenta no sólo situaciones más antiguas, sino también y ante todo la realidad y la problemática que se ha ido creando en la segunda mitad de este siglo, en lo que concierne al llamado Tercer Mundo y a los distintos nuevos Países independientes que han surgido, de manera especial pero no únicamente en África, en lugar de los territorios coloniales de otros tiempos.
Por consiguiente, si la posición del «rígido» capitalismo debe ser sometida continuamente a revisión con vistas a una reforma bajo el aspecto de los derechos del hombre, entendidos en el sentido más amplio y en conexión con su trabajo, entonces se debe afirmar, bajo el mismo punto de vista, que estas múltiples y tan deseadas reformas no pueden llevarse a cabo mediante la eliminación apriorística de la propiedad privada de los medios de producción. En efecto, hay que tener presente que la simple substracción de esos medios de producción (el capital) de las manos de sus propietarios privados, no es suficiente para socializarlos de modo satisfactorio. Los medios de producción dejan de ser propiedad de un determinado grupo social, o sea de propietarios privados, para pasar a ser propiedad de la sociedad organizada, quedando sometidos a la administración y al control directo de otro grupo de personas, es decir, de aquéllas que, aunque no tengan su propiedad por más que ejerzan el poder dentro de la sociedad, disponen de ellos a escala de la entera economía nacional, o bien de la economía local.
Este grupo dirigente y responsable puede cumplir su cometido de manera satisfactoria desde el punto de vista de la primacía del trabajo; pero puede cumplirlo mal, reivindicando para sí al mismo tiempo el monopolio de la administración y disposición de los medios de producción, y no dando marcha atrás ni siquiera ante la ofensa a los derechos fundamentales del hombre. Así pues, el mero paso de los medios de producción a propiedad del Estado, dentro del sistema colectivista, no equivale ciertamente a la «socialización» de esta propiedad. Se puede hablar de socialización únicamente cuando quede asegurada la subjetividad de la sociedad, es decir, cuando toda persona, basándose en su propio trabajo, tenga pleno título a considerarse al mismo tiempo «copropietario» de esa especie de gran taller de trabajo en el que se compromete con todos. Un camino para conseguir esa meta podría ser la de asociar, en cuanto sea posible, el trabajo a la propiedad del capital y dar vida a una rica gama de cuerpos intermedios con finalidades económicas, sociales, culturales: cuerpos que gocen de una autonomía efectiva respecto a los poderes públicos, que persigan sus objetivos específicos manteniendo relaciones de colaboración leal y mutua, con subordinación a las exigencias del bien común y que ofrezcan forma y naturaleza de comunidades vivas; es decir, que los miembros respectivos sean considerados y tratados como personas y sean estimulados a tomar parte activa en la vida de dichas comunidades (Mater et Magistra).

15. Argumento «personalista».

Así pues el principio de la prioridad del trabajo respecto al capital es un postulado que pertenece al orden de la moral social. Este postulado tiene importancia clave tanto en un sistema basado sobre el principio de la propiedad privada de los medios de producción, como en el sistema en que se haya limitado, incluso radicalmente, la propiedad privada de estos medios. El trabajo, en cierto sentido, es inseparable del capital, y no acepta de ningún modo aquella antinomia, es decir, la separación y contraposición con relación a los medios de producción, que han gravado sobre la vida humana en los últimos siglos, como fruto de premisas únicamente económicas. Cuando el hombre trabaja, sirviéndose del conjunto de los medios de producción, desea a la vez que los frutos de este trabajo estén a su servicio y al de los demás y que en el proceso mismo del trabajo tenga la posibilidad de aparecer como corresponsable y coartífice en el puesto de trabajo, al cual está dedicado.
Nacen de ahí algunos derechos específicos de los trabajadores, que corresponden a la obligación del trabajo. Se hablará de ellos más adelante. Pero hay que subrayar ya aquí, en general, que el hombre que trabaja desea no sólo la debida remuneración por su trabajo, sino también que sea tomada en consideración, en el proceso mismo de producción, la posibilidad de que él, a la vez que trabaja incluso en una propiedad común, sea consciente de que está trabajando «en algo propio». Esta conciencia se extingue en él dentro del sistema de una excesiva centralización burocrática, donde el trabajador se siente engranaje de un mecanismo movido desde arriba; se siente por una u otra razón un simple instrumento de producción, más que un verdadero sujeto de trabajo dotado de iniciativa propia. Las enseñanzas de la Iglesia han expresado siempre la convicción firme y profunda de que el trabajo humano no mira únicamente a la economía, sino que implica además y sobre todo, los valores personales. El mismo sistema económico y el proceso de producción redundan en provecho propio, cuando estos valores personales son plenamente respetados. Según el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, (Summa Theologiae) es primordialmente esta razón la que atestigua en favor de la propiedad privada de los mismos medios de producción. Si admitimos que algunos ponen fundados reparos al principio de la propiedad privada— y en nuestro tiempo somos incluso testigos de la introducción del sistema de la propiedad «socializada»— el argumento personalista sin embargo no pierde su fuerza, ni a nivel de principios ni a nivel práctico. Para ser racional y fructuosa, toda socialización de los medios de producción debe tomar en consideración este argumento. Hay que hacer todo lo posible para que el hombre, incluso dentro de este sistema, pueda conservar la conciencia de trabajar en «algo propio». En caso contrario, en todo el proceso económico surgen necesariamente daños incalculables; daños no sólo económicos, sino ante todo daños para el hombre.

IV. DERECHOS DE LOS HOMBRES DEL TRABAJO.

16. En el amplio contexto de los derechos humanos.

Si el trabajo —en el múltiple sentido de esta palabra— es una obligación, es decir, un deber, es también a la vez una fuente de derechos por parte del trabajador. Estos derechos deben ser examinados en el amplio contexto del conjunto de los derechos del hombre que le son connaturales, muchos de los cuales son proclamados por distintos organismos internacionales y garantizados cada vez más por los Estados para sus propios ciudadanos. El respeto de este vasto conjunto de los derechos del hombre, constituye la condición fundamental para la paz del mundo contemporáneo: la paz, tanto dentro de los pueblos y de las sociedades como en el campo de las relaciones internacionales, tal como se ha hecho notar ya en muchas ocasiones por el Magisterio de la Iglesia especialmente desde los tiempos de la Encíclica «Pacem in terris». Los derechos humanos que brotan del trabajo, entran precisamente dentro del más amplio contexto de los derechos fundamentales de la persona.
Sin embargo, en el ámbito de este contexto, tienen un carácter peculiar que corresponde a la naturaleza específica del trabajo humano anteriormente delineada; y precisamente hay que considerarlos según este carácter. El trabajo es, como queda dicho, una obligación, es decir, un deber del hombre y esto en el múltiple sentido de esta palabra. El hombre debe trabajar bien sea por el hecho de que el Creador lo ha ordenado, bien sea por el hecho de su propia humanidad, cuyo mantenimiento y desarrollo exigen el trabajo. El hombre debe trabajar por respeto al prójimo, especialmente por respeto a la propia familia, pero también a la sociedad a la que pertenece, a la nación de la que es hijo o hija, a la entera familia humana de la que es miembro, ya que es heredero del trabajo de generaciones y al mismo tiempo coartífice del futuro de aquellos que vendrán después de él con el sucederse de la historia. Todo esto constituye la obligación moral del trabajo, entendido en su más amplia acepción. Cuando haya que considerar los derechos morales de todo hombre respecto al trabajo, correspondientes a esta obligación, habrá que tener siempre presente el entero y amplio radio de referencias en que se manifiesta el trabajo de cada sujeto trabajador.
En efecto, hablando de la obligación del trabajo y de los derechos del trabajador, correspondientes a esta obligación, tenemos presente, ante todo, la relación entre el empresario —directo e indirecto— y el mismo trabajador.
La distinción entre empresario directo e indirecto parece ser muy importante en consideración de la organización real del trabajo y de la posibilidad de instaurar relaciones justas o injustas en el sector del trabajo.
Si el empresario directo es la persona o la institución, con la que el trabajador estipula directamente el contrato de trabajo según determinadas condiciones, como empresario indirecto se deben entender muchos factores diferenciados, además del empresario directo, que ejercen un determinado influjo sobre el modo en que se da forma bien sea al contrato de trabajo, bien sea, en consecuencia, a las relaciones más o menos justas en el sector del trabajo humano.

17. Empresario: «indirecto» y «directo».

En el concepto de empresario indirecto entran tanto las personas como las instituciones de diverso tipo, así como también los contratos colectivos de trabajo y los principios de comportamiento, establecidos por estas personas e instituciones, que determinan todo el sistema socio-económico o que derivan de él. El concepto de empresario indirecto implica así muchos y variados elementos. La responsabilidad del empresario indirecto es distinta de la del empresario directo, como lo indica la misma palabra: la responsabilidad es menos directa; pero sigue siendo verdadera responsabilidad: el empresario indirecto determina sustancialmente uno u otro aspecto de la relación de trabajo y condiciona de este modo el comportamiento del empresario directo cuando este último determina concretamente el contrato y las relaciones laborales. Esta constatación no tiene como finalidad la de eximir a este último de su propia responsabilidad sino únicamente la de llamar la atención sobre todo el entramado de condicionamientos que influyen en su comportamiento. Cuando se trata de determinar una política laboral correcta desde el punto de vista ético hay que tener presentes todos estos condicionamientos. Tal política es correcta cuando los derechos objetivos del hombre del trabajo son plenamente respetados.
El concepto de empresario indirecto se puede aplicar a toda sociedad y, en primer lugar, al Estado. En efecto, es el Estado el que debe realizar una política laboral justa. No obstante es sabido que, dentro del sistema actual de relaciones económicas en el mundo, se dan entre los Estados múltiples conexiones que tienen su expresión, por ejemplo, en los procesos de importación y exportación, es decir, en el intercambio recíproco de los bienes económicos, ya sean materias primas o a medio elaborar o bien productos industriales elaborados. Estas relaciones crean a su vez dependencias recíprocas y, consiguientemente, sería difícil hablar de plena autosuficiencia, es decir, de autarquía, por lo que se refiere a qualquier Estado, aunque sea el más poderoso en sentido económico.
Tal sistema de dependencias recíprocas, es normal en sí mismo; sin embargo, puede convertirse fácilmente en ocasión para diversas formas de explotación o de injusticia, y de este modo influir en la política laboral de los Estados y en última instancia sobre el trabajador que es el sujeto propio del trabajo. Por ejemplo, los Países altamente industrializados y, más aún, las empresas que dirigen a gran escala los medios de producción industrial (las llamadas sociedades multinacionales o transnacionales), ponen precios lo más alto posibles para sus productos, mientras procuran establecer precios lo más bajo posibles para las materias primas o a medio elaborar, lo cual entre otras causas tiene como resultado una desproporción cada vez mayor entre los réditos nacionales de los respectivos Países. La distancia entre la mayor parte de los Países ricos y los Países más pobres no disminuye ni se nivela, sino que aumenta cada vez más, obviamente en perjuicio de estos últimos. Es claro que esto no puede menos de influir sobre la política local y laboral, y sobre la situación del hombre del trabajo en las sociedades económicamente menos avanzadas. El empresario directo, inmerso en concreto en un sistema de condicionamientos, fija las condiciones laborales por debajo de las exigencias objetivas de los trabajadores, especialmente si quiere sacar beneficios lo más alto posibles de la empresa que él dirige (o de las empresas que dirige, cuando se trata de una situación de propiedad «socializada» de los medios de producción).
Este cuadro de dependencias, relativas al concepto de empresario indirecto —como puede fácilmente deducirse— es enormemente vasto y complicado. Para definirlo hay que tomar en consideración, en cierto sentido, el conjunto de elementos decisivos para la vida económica en la configuración de una determinada sociedad y Estado; pero, al mismo tiempo, han de tenerse también en cuenta conexiones y dependencias mucho más amplias. Sin embargo, la realización de los derechos del hombre del trabajo no puede estar condenada a constituir solamente un derivado de los sistemas económicos, los cuales, a escala más amplia o más restringida, se dejen guiar sobre todo por el criterio del máximo beneficio. Al contrario, es precisamente la consideración de los derechos objetivos del hombre del trabajo —de todo tipo de trabajador: manual, intelectual, industrial, agrícola, etc.— lo que debe constituir el criterio adecuado y fundamental para la formación de toda la economía, bien sea en la dimensión de toda sociedad y de todo Estado, bien sea en el conjunto de la política económica mundial, así como de los sistemas y relaciones internacionales que de ella derivan.
En esta dirección deberían ejercer su influencia todas las Organizaciones Internacionales llamadas a ello, comenzando por la Organización de las NacionesUnidas. Parece que la Organización Mundial del trabajo (OIT), la Organizaciónde las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y otras tienen que ofrecer aún nuevas aportaciones particularmente en este sentido. En el ámbito de los Estados existen ministerios o dicasterios del poder público y también diversos Organismos sociales instituidos para este fin. Todo esto indica eficazmente cuánta importancia tiene— como se ha dicho anteriormente —el empresario indirecto en la realización del pleno respeto de los derechos del hombre del trabajo, dado que los derechos de la persona humana constituyen el elemento clave de todo el orden moral social.

18. El problema del empleo.

Considerando los derechos de los hombres del trabajo, precisamente en relación con este «empresario indirecto», es decir, con el conjunto de las instancias a escala nacional e internacional responsables de todo el ordenamiento de la política laboral, se debe prestar atención en primer lugar a un problema fundamental. Se trata del problema de conseguir trabajo, en otras palabras, del problema de encontrar un empleo adecuado para todos los sujetos capaces de él. Lo contrario de una situación justa y correcta en este sector es el desempleo, es decir, la falta de puestos de trabajo para los sujetos capacitados. Puede ser que se trate de falta de empleo en general, o también en determinados sectores de trabajo. El cometido de estas instancias, comprendidas aquí bajo el nombre de empresario indirecto, es el de actuar contra el desempleo, el cual es en todo caso un mal y que, cuando asume ciertas dimensiones, puede convertirse en una verdadera calamidad social. Se convierte en problema particularmente doloroso, cuando los afectados son principalmente los jóvenes, quienes, después de haberse preparado mediante una adecuada formación cultural, técnica y profesional, no logran encontrar un puesto de trabajo y ven así frustradas con pena su sincera voluntad de trabajar y su disponibilidad a asumir la propia responsabilidad para el desarrollo económico y social de la comunidad. La obligación de prestar subsidio a favor de los desocupados, es decir, el deber de otorgar las convenientes subvenciones indispensables para la subsistencia de los trabajadores desocupados y de sus familias es una obligación que brota del principio fundamental del orden moral en este campo, esto es, del principio del uso común de los bienes o, para hablar de manera aún más sencilla, del derecho a la vida y a la subsistencia.
Para salir al paso del peligro del desempleo, para asegurar empleo a todos, las instancias que han sido definidas aquí como «empresario indirecto» deben proveer a una planificación global, con referencia a esa disponibilidad de trabajo diferenciado, donde se forma la vida no solo económica sino también cultural de una determinada sociedad; deben prestar atención además a la organización correcta y racional de tal disponibilidad de trabajo. Esta solicitud global carga en definitiva sobre las espaldas del Estado, pero no puede significar una centralización llevada a cabo unilateralmente por los poderes públicos. Se trata en cambio de una coordinación, justa y racional, en cuyo marco debe ser garantizada la iniciativa de las personas, de los grupos libres, de los centros y complejos locales de trabajo, teniendo en cuenta lo que se ha dicho anteriormente acerca del carácter subjetivo del trabajo humano.
El hecho de la recíproca dependencia de las sociedades y Estados, y la necesidad de colaborar en diversos sectores requieren que, manteniendo los derechos soberanos de todos y cada uno en el campo de la planificación y de la organización del trabajo dentro de la propia sociedad, se actúe al mismo tiempo en este sector importante, en el marco de la colaboración internacional mediante los necesarios tratados y acuerdos. También en esto es necesario que el criterio a seguir en estos pactos y acuerdos sea cada vez más el trabajo humano, entendido como un derecho fundamental de todos los hombres, el trabajo que da análogos derechos a todos los que trabajan, de manera que el nivel de vida de los trabajadores en las sociedades presente cada vez menos esas irritantes diferencias que son injustas y aptas para provocar incluso violentas reacciones. Las Organizaciones Internacionales tienen un gran cometido a desarrollar en este campo. Es necesario que se dejen guiar por un diagnóstico exacto de las complejas situaciones y de los condicionamientos naturales, históricos, civiles, etc.; es necesario además que tengan, en relación con los planes de acción establecidos conjuntamente, mayor operatividad, es decir, eficacia en cuanto a la realización.
En este sentido se puede realizar el plan de un progreso universal y proporcionado para todos, siguiendo el hilo conductor de la Encíclica de Pablo VI Populorum Progressio. Es necesario subrayar que el elemento constitutivo y a su vez la verificación más adecuada de este progreso en el espíritu de justicia y paz, que la Iglesia proclama y por el que no cesa de orar al Padre de todos los hombres y de todos los pueblos, es precisamente la continua revalorización del trabajo humano, tanto bajo el aspecto de su finalidad objetiva, como bajo el aspecto de la dignidad del sujeto de todo trabajo, que es el hombre. El progreso en cuestión debe llevarse a cabo mediante el hombre y por el hombre y debe producir frutos en el hombre. Una verificación del progreso será el reconocimiento cada vez más maduro de la finalidad del trabajo y el respeto cada vez más universal de los derechos inherentes a él en conformidad con la dignidad del hombre, sujeto del trabajo.
Una planificación razonable y una organización adecuada del trabajo humano, a medida de las sociedades y de los Estados, deberían facilitar a su vez el descubrimiento de las justas proporciones entre los diversos tipos de empleo: el trabajo de la tierra, de la industria, en sus múltiples servicios, el trabajo de planificación y también el científico o artístico, según las capacidades de los individuos y con vistas al bien común de toda sociedad y de la humanidad entera. A la organización de la vida humana según las múltiples posibilidades laborales debería corresponder un adecuado sistema de instrucción y educación que tenga como principal finalidad el desarrollo de una humanidad madura y una preparación específica para ocupar con provecho un puesto adecuado en el grande y socialmente diferenciado mundo del trabajo.
Echando una mirada sobre la familia humana entera, esparcida por la tierra, no se puede menos de quedar impresionados ante un hecho desconcertante de grandes proporciones, es decir, el hecho de que, mientras por una parte siguen sin utilizarse conspicuos recursos de la naturaleza, existen por otra grupos enteros de desocupados o subocupados y un sinfín de multitudes hambrientas: un hecho que atestigua sin duda el que, dentro de las comunidades políticas como en las relaciones existentes entre ellas a nivel continental y mundial —en lo concerniente a la organización del trabajo y del empleo— hay algo que no funciona y concretamente en los puntos más críticos y de mayor relieve social.

19. Salario y otras prestaciones sociales.

Una vez delineado el importante cometido que tiene el compromiso de dar un empleo a todos los trabajadores, con vistas a garantizar el respeto de los derechos inalienables del hombre en relación con su trabajo, conviene referirnos más concretamente a estos derechos, los cuales, en definitiva, surgen de la relación entre el trabajador y el empresario directo. Todo cuanto se ha dicho anteriormente sobre el tema del empresario indirecto tiene como finalidad señalar con mayor precisión estas relaciones mediante la expresión de los múltiples condicionamientos en que indirectamente se configuran. No obstante, esta consideración no tiene un significado puramente descriptivo; no es un tratado breve de economía o de política. Se trata de poner en evidencia el aspecto deontológico y moral. El problema-clave de la ética social es el de la justa remuneración por el trabajo realizado. No existe en el contexto actual otro modo mejor para cumplir la justicia en las relaciones trabajador-empresario que el constituido precisamente por la remuneración del trabajo. Independientemente del hecho de que este trabajo se lleve a efecto dentro del sistema de la propiedad privada de los medios de producción o en un sistema en que esta propiedad haya sufrido una especie de «socialización», la relación entre el empresario (principalmente directo) y el trabajador se resuelve en base al salario: es decir, mediante la justa remuneración del trabajo realizado.
Hay que subrayar también que la justicia de un sistema socio-económico y, en todo caso, su justo funcionamiento merecen en definitiva ser valorados según el modo como se remunera justamente el trabajo humano dentro de tal sistema. A este respecto volvemos de nuevo al primer principio de todo el ordenamiento ético-social: el principio del uso común de los bienes. En todo sistema que no tenga en cuenta las relaciones fundamentales existentes entre el capital y el trabajo, el salario, es decir, la remuneración del trabajo, sigue siendo una vía concreta, a través de la cual la gran mayoría de los hombres puede acceder a los bienes que están destinados al uso común: tanto los bienes de la naturaleza como los que son fruto de la producción. Los unos y los otros se hacen accesibles al hombre del trabajo gracias al salario que recibe como remuneración por su trabajo. De aquí que, precisamente el salario justo se convierta en todo caso en la verificación concreta de la justicia de todo el sistema socio-económico y, de todos modos, de su justo funcionamiento. No es ésta la única verificación, pero es particularmente importante y es en cierto sentido la verificación-clave.
Tal verificación afecta sobre todo a la familia. Una justa remuneración por el trabajo de la persona adulta que tiene responsabilidades de familia es la que sea suficiente para fundar y mantener dignamente una familia y asegurar su futuro. Tal remuneración puede hacerse bien sea mediante el llamado salario familiar —es decir, un salario único dado al cabeza de familia por su trabajo y que sea suficiente para las necesidades de la familia sin necesidad de hacer asumir a la mujer un trabajo retribuido fuera de casa— bien sea mediante otras medidas sociales, como subsidios familiares o ayudas a la madre que se dedica exclusivamente a la familia, ayudas que deben corresponder a las necesidades efectivas, es decir, al número de personas a su cargo durante todo el tiempo en que no estén en condiciones de asumirse dignamente la responsabilidad de la propia vida.
La experiencia confirma que hay que esforzarse por la revalorización social de las funciones maternas, de la fatiga unida a ellas y de la necesidad que tienen los hijos de cuidado, de amor y de afecto para poderse desarrollar como personas responsables, moral y religiosamente maduras y sicológicamente equilibradas. Será un honor para la sociedad hacer posible a la madre —sin obstaculizar su libertad, sin discriminación sicológica o práctica, sin dejarle en inferioridad ante sus compañeras— dedicarse al cuidado y a la educación de los hijos, según las necesidades diferenciadas de la edad. El abandono obligado de tales tareas, por una ganancia retribuida fuera de casa, es incorrecto desde el punto de vista del bien de la sociedad y de la familia cuando contradice o hace difícil tales cometidos primarios de la misión materna (Gaudium et Spes,67).
En este contexto se debe subrayar que, del modo más general, hay que organizar y adaptar todo el proceso laboral de manera que sean respetadas las exigencias de la persona y sus formas de vida, sobre todo de su vida doméstica, teniendo en cuenta la edad y el sexo de cada uno. Es un hecho que en muchas sociedades las mujeres trabajan en casi todos los sectores de la vida. Pero es conveniente que ellas puedan desarrollar plenamente sus funciones según la propia índole, sin discriminaciones y sin exclusión de los empleos para los que están capacitadas, pero sin al mismo tiempo perjudicar sus aspiraciones familiares y el papel específico que les compete para contribuir al bien de la sociedad junto con el hombre. La verdadera promoción de la mujer exige que el trabajo se estructure de manera que no deba pagar su promoción con el abandono del carácter específico propio y en perjuicio de la familia en la que como madre tiene un papel insustituible.
Además del salario, aquí entran en juego algunas otras prestaciones sociales que tienen por finalidad la de asegurar la vida y la salud de los trabajadores y de su familia. Los gastos relativos a la necesidad de cuidar la salud, especialmente en caso de accidentes de trabajo, exigen que el trabajador tenga fácil acceso a la asistencia sanitaria y esto, en cuanto sea posible, a bajo costo e incluso gratuitamente. Otro sector relativo a las prestaciones es el vinculado con el derecho al descanso; se trata ante todo de regular el descanso semanal, que comprenda al menos el domingo y además un reposo más largo, es decir, las llamadas vacaciones una vez al año o eventualmente varias veces por períodos más breves. En fin, se trata del derecho a la pensión, al seguro de vejez y en caso de accidentes relacionados con la prestación laboral. En el ámbito de estos derechos principales, se desarrolla todo un sistema de derechos particulares que, junto con la remuneración por el trabajo, deciden el correcto planteamiento de las relaciones entre el trabajador y el empresario. Entre estos derechos hay que tener siempre presente el derecho a ambientes de trabajo y a procesos productivos que no comporten perjuicio a la salud física de los trabajadores y no dañen su integridad moral.

20. Importancia de los sindicatos.

Sobre la base de todos estos derechos, junto con la necesidad de asegurarlos por parte de los mismos trabajadores, brota aún otro derecho, es decir, el derecho a asociarse; esto es, a formar asociaciones o uniones que tengan como finalidad la defensa de los intereses vitales de los hombres empleados en las diversas profesiones. Estas uniones llevan el nombre de sindicatos. Los intereses vitales de los hombres del trabajo son hasta un cierto punto comunes a todos; pero al mismo tiempo, todo tipo de trabajo, toda profesión posee un carácter específico que en estas organizaciones debería encontrar su propio reflejo particular.
Los sindicatos tienen su origen, de algún modo, en las corporaciones artesanas medievales, en cuanto que estas organizaciones unían entre sí a hombres pertenecientes a la misma profesión y por consiguiente en base al trabajo que realizaban. Pero al mismo tiempo, los sindicatos se diferencian de las corporaciones en este punto esencial: los sindicatos modernos han crecido sobre la base de la lucha de los trabajadores, del mundo del trabajo y ante todo de los trabajadores industriales para la tutela de sus justos derechos frente a los empresarios y a los propietarios de los medios de producción. La defensa de los intereses existenciales de los trabajadores en todos los sectores, en que entran en juego sus derechos, constituye el cometido de los sindicatos. La experiencia histórica enseña que las organizaciones de este tipo son un elemento indispensable de la vida social, especialmente en las sociedades modernas industrializadas. Esto evidentemente no significa que solamente los trabajadores de la industria puedan instituir asociaciones de este tipo. Los representantes de cada profesión pueden servirse de ellas para asegurar sus respectivos derechos. Existen pues los sindicatos de los agricultores y de los trabajadores del sector intelectual, existen además las uniones de empresarios. Todos, como ya se ha dicho, se dividen en sucesivos grupos o subgrupos, según las particulares especializaciones profesionales.
La doctrina social católica no considera que los sindicatos constituyan únicamente el reflejo de la estructura de «clase» de la sociedad y que sean el exponente de la lucha de clase que gobierna inevitablemente la vida social. Sí, son un exponente de la lucha por la justicia social, por los justos derechos de los hombres del trabajo según las distintas profesiones. Sin embargo, esta «lucha» debe ser vista como una dedicación normal «en favor» del justo bien: en este caso, por el bien que corresponde a las necesidades y a los méritos de los hombres del trabajo asociados por profesiones; pero no es una lucha «contra» los demás. Si en las cuestiones controvertidas asume también un carácter de oposición a los demás, esto sucede en consideración del bien de la justicia social; y no por «la lucha» o por eliminar al adversario. El trabajo tiene como característica propia que, antes que nada, une a los hombres y en esto consiste su fuerza social: la fuerza de construir una comunidad. En definitiva, en esta comunidad deben unirse de algún modo tanto los que trabajan como los que disponen de los medios de producción o son sus propietarios. A la luz de esta fundamental estructura de todo trabajo —a la luz del hecho de que en definitiva en todo sistema social el «trabajo» y el «capital» son los componentes indispensables del proceso de producción— la unión de los hombres para asegurarse los derechos que les corresponden, nacida de la necesidad del trabajo, sigue siendo un factor constructivo de orden social y de solidaridad, del que no es posible prescindir.
Los justos esfuerzos por asegurar los derechos de los trabajadores, unidos por la misma profesión, deben tener siempre en cuenta las limitaciones que impone la situación económica general del país. Las exigencias sindicales no pueden transformarse en una especie de «egoísmo» de grupo o de clase, por más que puedan y deban tender también a corregir —con miras al bien común de toda la sociedad— incluso todo lo que es defectuoso en el sistema de propiedad de los medios de producción o en el modo de administrarlos o de disponer de ellos. La vida social y económico-social es ciertamente como un sistema de «vasos comunicantes», y a este sistema debe también adaptarse toda actividad social que tenga como finalidad salvaguardar los derechos de los grupos particulares.
En este sentido la actividad de los sindicatos entra indudablemente en el campo de la «política», entendida ésta como una prudente solicitud por el bien común. Pero al mismo tiempo, el cometido de los sindicatos no es «hacer política» en el sentido que se da hoy comúnmente a esta expresión. Los sindicatos no tienen carácter de «partidos políticos» que luchan por el poder y no deberían ni siquiera ser sometidos a las decisiones de los partidos políticos o tener vínculos demasiado estrechos con ellos. En efecto, en tal situación ellos pierden fácilmente el contacto con lo que es su cometido específico, que es el de asegurar los justos derechos de los hombres del trabajo en el marco del bien común de la sociedad entera y se convierten en cambio en un instrumento para otras finalidades.
Hablando de la tutela de los justos derechos de los hombres del trabajo, según sus profesiones, es necesario naturalmente tener siempre presente lo que decide acerca del carácter subjetivo del trabajo en toda profesión, pero al mismo tiempo, o antes que nada, lo que condiciona la dignidad propia del sujeto del trabajo. Se abren aquí múltiples posibilidades en la actuación de las organizaciones sindicales y esto incluso en su empeño de carácter instructivo, educativo y de promoción de la autoeducación. Es benemérita la labor de las escuelas, de las llamadas «universidades laborales» o «populares», de los programas y cursos de formación, que han desarrollado y siguen desarrollando precisamente este campo de actividad. Se debe siempre desear que, gracias a la obra de sus sindicatos, el trabajador pueda no solo «tener» más, sino ante todo «ser» más: es decir pueda realizar más plenamente su humanidad en todos los aspectos.
Actuando en favor de los justos derechos de sus miembros, los sindicatos se sirven también del método de la «huelga», es decir, del bloqueo del trabajo, como de una especie de ultimátum dirigido a los órganos competentes y sobre todo a los empresarios. Éste es un método reconocido por la doctrina social católica como legítimo en las debidas condiciones y en los justos límites. En relación con esto los trabajadores deberían tener asegurado el derecho a la huelga, sin sufrir sanciones penales personales por participar en ella. Admitiendo que es un medio legítimo, se debe subrayar al mismo tiempo que la huelga sigue siendo, en cierto sentido, un medio extremo. No se puede abusar de él; no se puede abusar de él especialmente en función de los «juegos políticos». Por lo demás, no se puede jamás olvidar que cuando se trata de servicios esenciales para la convivencia civil, éstos han de asegurarse en todo caso mediante medidas legales apropiadas, si es necesario. El abuso de la huelga puede conducir a la paralización de toda la vida socio-económica, y esto es contrario a las exigencias del bien común de la sociedad, que corresponde también a la naturaleza bien entendida del trabajo mismo.

21. Dignidad del trabajo agrícola.

Todo cuanto se ha dicho precedentemente sobre la dignidad del trabajo, sobre la dimensión objetiva y subjetiva del trabajo del hombre, tiene aplicación directa en el problema del trabajo agrícola y en la situación del hombre que cultiva la tierra en el duro trabajo de los campos. En efecto, se trata de un sector muy amplio del ambiente de trabajo de nuestro planeta, no circunscrito a uno u otro continente, no limitado a las sociedades que han conseguido ya un determinado grado de desarrollo y de progreso. El mundo agrícola, que ofrece a la sociedad los bienes necesarios para su sustento diario, reviste una importancia fundamental. Las condiciones del mundo rural y del trabajo agrícola no son iguales en todas partes, y es diversa la posición social de los agricultores en los distintos Países. Esto no depende únicamente del grado de desarrollo de la técnica agrícola sino también, y quizá más aún, del reconocimiento de los justos derechos de los trabajadores agrícolas y, finalmente, del nivel de conciencia respecto a toda la ética social del trabajo.
El trabajo del campo conoce no leves dificultades, tales como el esfuerzo físico continuo y a veces extenuante, la escasa estima en que está considerado socialmente hasta el punto de crear entre los hombres de la agricultura el sentimiento de ser socialmente unos marginados, hasta acelerar en ellos el fenómeno de la fuga masiva del campo a la ciudad y desgraciadamente hacia condiciones de vida todavía más deshumanizadoras. Se añada a esto la falta de una adecuada formación profesional y de medios apropiados, un determinado individualismo sinuoso, y además situaciones objetivamente injustas. En algunos Países en vía de desarrollo, millones de hombres se ven obligados a cultivar las tierras de otros y son explotados por los latifundistas, sin la esperanza de llegar un día a la posesión ni siquiera de un pedazo mínimo de tierra en propiedad. Faltan formas de tutela legal para la persona del trabajador agrícola y su familia en caso de vejez, de enfermedad o de falta de trabajo. Largas jornadas de pesado trabajo físico son pagadas miserablemente. Tierras cultivables son abandonadas por sus propietarios; títulos legales para la posesión de un pequeño terreno, cultivado como propio durante años, no se tienen en cuenta o quedan sin defensa ante el «hambre de tierra» de individuos o de grupos más poderosos. Pero también en los Países económicamente desarrollados, donde la investigación científica, las conquistas tecnológicas o la política del Estado han llevado la agricultura a un nivel muy avanzado, el derecho al trabajo puede ser lesionado, cuando se niega al campesino la facultad de participar en las opciones decisorias correspondientes a sus prestaciones laborales, o cuando se le niega el derecho a la libre asociación en vista de la justa promoción social, cultural y económica del trabajador agrícola.
Por consiguiente, en muchas situaciones son necesarios cambios radicales y urgentes para volver a dar a la agricultura —y a los hombres del campo— el justo valor como base de una sana economía, en el conjunto del desarrollo de la comunidad social. Por lo tanto es menester proclamar y promover la dignidad del trabajo, de todo trabajo, y, en particular, del trabajo agrícola, en el cual el hombre, de manera tan elocuente, «somete» la tierra recibida en don por parte de Dios y afirma su «dominio» en el mundo visible.

22. La persona minusválida y el trabajo.

Recientemente, las comunidades nacionales y las organizaciones internacionales han dirigido su atención a otro problema que va unido al mundo del trabajo y que está lleno de incidencias: el de las personas minusválidas. Son ellas también sujetos plenamente humanos, con sus correspondientes derechos innatos, sagrados e inviolables, que, a pesar de las limitaciones y los sufrimientos grabados en sus cuerpos y en sus facultades, ponen más de relieve la dignidad y grandeza del hombre. Dado que la persona minusválida es un sujeto con todos los derechos, debe facilitársele el participar en la vida de la sociedad en todas las dimensiones y a todos los niveles que sean accesibles a sus posibilidades. La persona minusválida es uno de nosotros y participa plenamente de nuestra misma humanidad. Sería radicalmente indigno del hombre y negación de la común humanidad admitir en la vida de la sociedad, y, por consiguiente, en el trabajo, únicamente a los miembros plenamente funcionales porque, obrando así, se caería en una grave forma de discriminación, la de los fuertes y sanos contra los débiles y enfermos. El trabajo en sentido objetivo debe estar subordinado, también en esta circunstancia, a la dignidad del hombre, al sujeto del trabajo y no a las ventajas económicas.
Corresponde por consiguiente a las diversas instancias implicadas en el mundo laboral, al empresario directo como al indirecto, promover con medidas eficaces y apropiadas el derecho de la persona minusválida a la preparación profesional y al trabajo, de manera que ella pueda integrarse en una actividad productora para la que sea idónea. Esto plantea muchos problemas de orden práctico, legal y también económico; pero corresponde a la comunidad, o sea, a las autoridades públicas, a las asociaciones y a los grupos intermedios, a las empresas y a los mismos minusválidos aportar conjuntamente ideas y recursos para llegar a esta finalidad irrenunciable: que se ofrezca un trabajo a las personas minusválidas, según sus posibilidades, dado que lo exige su dignidad de hombres y de sujetos del trabajo. Cada comunidad habrá de darse las estructuras adecuadas con el fin de encontrar o crear puestos de trabajo para tales personas tanto en las empresas públicas y en las privadas, ofreciendo un puesto normal de trabajo o uno más apto, como en las empresas y en los llamados ambientes «protegidos».
Deberá prestarse gran atención, lo mismo que para los demás trabajadores, a las condiciones físicas y psicológicas de los minusválidos, a la justa remuneración, a las posibilidades de promoción, y a la eliminación de los diversos obstáculos. Sin tener que ocultar que se trata de un compromiso complejo y nada fácil, es de desear que una recta concepción del trabajo en sentido subjetivo lleve a una situación que dé a la persona minusválida la posibilidad de sentirse no al margen del mundo del trabajo o en situación de dependencia de la sociedad, sino como un sujeto de trabajo de pleno derecho, útil, respetado por su dignidad humana, llamado a contribuir al progreso y al bien de su familia y de la comunidad según las propias capacidades.

23. El trabajo y el problema de la emigración.

Es menester, finalmente, pronunciarse al menos sumariamente sobre el tema de la llamada emigración por trabajo. Este es un fenómeno antiguo, pero que todavía se repite y tiene, también hoy, grandes implicaciones en la vida contemporánea. El hombre tiene derecho a abandonar su País de origen por varios motivos —como también a volver a él— y a buscar mejores condiciones de vida en otro País. Este hecho, ciertamente se encuentra con dificultades de diversa índole; ante todo, constituye generalmente una pérdida para el País del que se emigra. Se aleja un hombre y a la vez un miembro de una gran comunidad, que está unida por la historia, la tradición, la cultura, para iniciar una vida dentro de otra sociedad, unida por otra cultura, y muy a menudo también por otra lengua. Viene a faltar en tal situación un sujeto de trabajo, que con el esfuerzo del propio pensamiento o de las propias manos podría contribuir al aumento del bien común en el propio País; he aquí que este esfuerzo, esta ayuda se da a otra sociedad, la cual, en cierto sentido, tiene a ello un derecho menor que la patria de origen.
Sin embargo, aunque la emigración es bajo cierto aspecto un mal, en determinadas circunstancias es, como se dice, un mal necesario. Se debe hacer todo lo posible —y ciertamente se hace mucho— para que este mal, en sentido material, no comporte mayores males en sentido moral, es más, para que, dentro de lo posible, comporte incluso un bien en la vida personal, familiar y social del emigrado, en lo que concierne tanto al País donde llega, como a la Patria que abandona. En este sector muchísimo depende de una justa legislación, en particular cuando se trata de los derechos del hombre del trabajo. Se entiende que tal problema entra en el contexto de las presentes consideraciones, sobre todo bajo este punto de vista.
Lo más importante es que el hombre, que trabaja fuera de su País natal, como emigrante o como trabajador temporal, no se encuentre en desventaja en el ámbito de los derechos concernientes al trabajo respecto a los demás trabajadores de aquella determinada sociedad. La emigración por motivos de trabajo no puede convertirse de ninguna manera en ocasión de explotación financiera o social. En lo referente a la relación del trabajo con el trabajador inmigrado deben valer los mismos criterios que sirven para cualquier otro trabajador en aquella sociedad. El valor del trabajo debe medirse con el mismo metro y no en relación con las diversas nacionalidades, religión o raza. Con mayor razón no puede ser explotada una situación de coacción en la que se encuentra el emigrado. Todas estas circunstancias deben ceder absolutamente, —naturalmente una vez tomada en consideración su cualificación específica—, frente al valor fundamental del trabajo, el cual está unido con la dignidad de la persona humana. Una vez más se debe repetir el principio fundamental: la jerarquía de valores, el sentido profundo del trabajo mismo exigen que el capital esté en función del trabajo y no el trabajo en función del capital.

V. ELEMENTOS PARA UNA ESPIRITUALIDAD DEL TRABAJO.

24. Particular cometido de la Iglesia.

Conviene dedicar la última parte de las presentes reflexiones sobre el tema del trabajo humano, con ocasión del 90 aniversario de la Encíclica Rerum Novarum, a la espiritualidad del trabajo en el sentido cristiano de la expresión. Dado que el trabajo en su aspecto subjetivo es siempre una acción personal, actus personae, se sigue necesariamente que en él participa el hombre completo, su cuerpo y su espíritu, independientemente del hecho de que sea un trabajo manual o intelectual. Al hombre entero se dirige también la Palabra del Dios vivo, el mensaje evangélico de la salvación, en el que encontramos muchos contenidos —como luces particulares— dedicados al trabajo humano. Ahora bien, es necesaria una adecuada asimilación de estos contenidos; hace falta el esfuerzo interior del espíritu humano, guiado por la fe, la esperanza y la caridad, con el fin de dar al trabajo del hombre concreto, con la ayuda de estos contenidos, aquel significado que el trabajo tiene ante los ojos de Dios, y mediante el cual entra en la obra de la salvación al igual que sus tramas y componentes ordinarios, que son al mismo tiempo particularmente importantes.
Si la Iglesia considera como deber suyo pronunciarse sobre el trabajo bajo el punto de vista de su valor humano y del orden moral, en el cual se encuadra, reconociendo en esto una tarea específica importante en el servicio que hace al mensaje evangélico completo, contemporáneamente ella ve un deber suyo particular en la formación de una espiritualidad del trabajo, que ayude a todos los hombres a acercarse a través de él a Dios, Creador y Redentor, a participar en sus planes salvíficos respecto al hombre y al mundo, y a profundizar en sus vidas la amistad con Cristo, asumiendo mediante la fe una viva participación en su triple misión de Sacerdote, Profeta y Rey, tal como lo enseña con expresiones admirables el Concilio Vaticano II.

25. El trabajo como participación en la obra del Creador.

Como dice el Concilio Vaticano II: «Una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo» (Gaudium et Spes,34).
En la palabra de la divina Revelación está inscrita muy profundamente esta verdad fundamental, que el hombre, creado a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador, y según la medida de sus propias posibilidades, en cierto sentido, continúa desarrollándola y la completa, avanzando cada vez más en el descubrimiento de los recursos y de los valores encerrados en todo lo creado. Encontramos esta verdad ya al comienzo mismo de la Sagrada Escritura, en el libro del Génesis, donde la misma obra de la creación está presentada bajo la forma de un «trabajo» realizado por Dios durante los «seis días» (Gén 2,2) para «descansar» el séptimo (Gén 2,3). Por otra parte, el último libro de la Sagrada Escritura resuena aún con el mismo tono de respeto para la obra que Dios ha realizado a través de su «trabajo» creativo, cuando proclama: «Grandes y estupendas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso» (Ap 15,3).0 análogamente al libro del Génesis, que finaliza la descripción de cada día de la creación con la afirmación: «Y vio Dios ser bueno» (Gén 1,4.10.12.18.21.25.31).
Esta descripción de la creación, que encontramos ya en el primer capítulo del libro del Génesis es, a su vez, en cierto sentido el primer «evangelio del trabajo». Ella demuestra, en efecto, en qué consiste su dignidad; enseña que el hombre, trabajando, debe imitar a Dios, su Creador, porque lleva consigo —él solo— el elemento singular de la semejanza con Él. El hombre tiene que imitar a Dios tanto trabajando como descansando, dado que Dios mismo ha querido presentarle la propia obra creadora bajo la forma del trabajo y del reposo. Esta obra de Dios en el mundo continúa sin cesar, tal como atestiguan las palabras de Cristo: «Mi Padre sigue obrando todavía ...» (Jn 5,17) obra con la fuerza creadora, sosteniendo en la existencia al mundo que ha llamado de la nada al ser, y obra con la fuerza salvífica en los corazones de los hombres, a quienes ha destinado desde el principio al «descanso» (Heb 4,1.9-10) en unión consigo mismo, en «la casa del Padre» (Jn 14,2). Por lo tanto, el trabajo humano no sólo exige el descanso cada «siete días» (Dt 5,12-14) sino que además no puede consistir en el mero ejercicio de las fuerzas humanas en una acción exterior; debe dejar un espacio interior, donde el hombre, convirtiéndose cada vez más en lo que por voluntad divina tiene que ser, se va preparando a aquel «descanso» que el Señor reserva a sus siervos y amigos (Mt 25,21).
La conciencia de que el trabajo humano es una participación en la obra de Dios, debe llegar —como enseña el Concilio— incluso a «los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia» (Gaudium et Spes,34).
Hace falta, por lo tanto, que esta espiritualidad cristiana del trabajo llegue a ser patrimonio común de todos. Hace falta que, de modo especial en la época actual, la espiritualidad del trabajo demuestre aquella madurez, que requieren las tensiones y las inquietudes de la mente y del corazón: «Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva ... El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo» (Gaudium et Spes,34).
La conciencia de que a través del trabajo el hombre participa en la obra de la creación, constituye el móvil más profundo para emprenderlo en varios sectores: «Deben, pues, los fieles —leemos en la Constitución Lumen gentium— conocer la naturaleza íntima de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios y, además, deben ayudarse entre sí, también mediante las actividades seculares, para lograr una vida más santa, de suerte que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz ... Procuren, pues, seriamente, que por su competencia en los asuntos profanos y por su actividad, elevada desde dentro por la gracia de Cristo, los bienes creados se desarrollen... según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil» (Lumen gentium,36).

26. Cristo, el hombre del trabajo.

Esta verdad, según la cual a través del trabajo el hombre participa en la obra de Dios mismo, su Creador, ha sido particularmente puesta de relieve por Jesucristo, aquel Jesús ante el que muchos de sus primeros oyentes en Nazaret «permanecían estupefactos y decían: «¿De dónde le viene a éste tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ... ¿No es acaso el carpintero? (Mc 6,2-3). En efecto, Jesús no solamente lo anunciaba, sino que ante todo, cumplía con el trabajo el «evangelio» confiado a él, la palabra de la Sabiduría eterna. Por consiguiente, esto era también el «evangelio del trabajo», pues el que lo proclamaba, él mismo era hombre del trabajo, del trabajo artesano al igual que José de Nazaret.(Mt 13,55). Aunque en sus palabras no encontremos un preciso mandato de trabajar —más bien, una vez, la prohibición de una excesiva preocupación por el trabajo y la existencia— (Mt 6,25-34) no obstante, al mismo tiempo, la elocuencia de la vida de Cristo es inequívoca: pertenece al «mundo del trabajo», tiene reconocimiento y respeto por el trabajo humano; se puede decir incluso más: él mira con amor el trabajo, sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre. ¿No es Él quien dijo «mi Padre es el viñador» ..., (Jn 15,1) transfiriendo de varias maneras a su enseñanza aquella verdad fundamental sobre el trabajo, que se expresa ya en toda la tradición del Antiguo Testamento, comenzando por el libro del Génesis?.
En los libros del Antiguo Testamento no faltan múltiples referencias al trabajo humano, a las diversas profesiones ejercidas por el hombre. Baste citar por ejemplo la de médico (Eclo 38,1-3), farmacéutico (Eclo 38,4-8), artesano-artista (Ex 31,1-5), herrero (Gén 4,22) —se podrían referir estas palabras al trabajo del siderúrgico de nuestros días—, la de alfarero (Jer 18,3-4), agricultor (Gén 9,20), estudioso (Ecl 12,9-12), navegante (Sal 107(108),23-30), albañil (Gén 11,3), músico (Gén 4,21), pastor (Gén 4,2; 37,3), y pescador (Ez  47,10). Son conocidas las hermosas palabras dedicadas al trabajo de las mujeres (Prov 31,15-27). Jesucristo en sus parábolas sobre el Reino de Dios se refiere constantemente al trabajo humano: al trabajo del pastor (Jn 10,1-16), del labrador (Mc 12,1-12), del médico (Lc 4,23), del sembrador (Mc 4,1-9), del dueño de casa (Mt 13,52), del siervo (Mt 24,45), del administrador (Lc 16,1-8), del pescador (Mt 13,47-50), del mercader (Mt 13,45-46), del obrero (Mt 20,1-16). Habla además de los distintos trabajos de las mujeres (Mt 13,33). Presenta el apostolado a semejanza del trabajo manual de los segadores (Mt 9,37) o de los pescadores (Mt 4,19). Además se refiere al trabajo de los estudiosos (Mt 13,52).
Esta enseñanza de Cristo acerca del trabajo, basada en el ejemplo de su propia vida durante los años de Nazaret, encuentra un eco particularmente vivo en las enseñanzas del Apóstol Pablo. Este se gloriaba de trabajar en su oficio (probablemente fabricaba tiendas) (Act 18,3) y gracias a esto podía también, como apóstol, ganarse por sí mismo el pan (Act 20,34-35). «Con afán y con fatiga trabajamos día y noche para no ser gravosos a ninguno de vosotros» (2ª Tes 3,8). De aquí derivan sus instrucciones sobre el tema del trabajo, que tienen carácter de exhortación y mandato: «A éstos ... recomendamos y exhortamos en el Señor Jesucristo que, trabajando sosegadamente, coman su pan», así escribe a los Tesalonicenses (2ª Tes 3,12). En efecto, constatando que «algunos viven entre vosotros desordenadamente, sin hacer nada» (2ª Tes 3,11), el Apóstol también en el mismo contexto no vacilará en decir: «El que no quiere trabajar, no coma» (2ª Tes 3,10). En otro pasaje por el contrario anima a que: «Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón como obedeciendo al Señor y no a los hombres, teniendo en cuenta que del Señor recibiréis por recompensa la herencia» (Co 3,23-24).
Las enseñanzas del Apóstol de las Gentes tienen, como se ve, una importancia capital para la moral y la espiritualidad del trabajo humano. Son un importante complemento a este grande, aunque discreto, evangelio del trabajo, que encontramos en la vida de Cristo y en sus parábolas, en lo que Jesús «hizo y enseñó» (Act 1,1).
En base a estas luces emanantes de la Fuente misma, la Iglesia siempre ha proclamado esto, cuya expresión contemporánea encontramos en la enseñanza del Vaticano II: «La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste, con su acción, no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse... Por tanto, ésta es la norma de la actividad humana que, de acuerdo con los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del género humano y permita al hombre, como individuo y miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación» (Gaudium et Spes,35).
En el contexto de tal visión de los valores del trabajo humano, o sea de una concreta espiritualidad del trabajo, se explica plenamente lo que en el mismo número de la Constitución pastoral del Concilio leemos sobre el tema del justo significado del progreso: «El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí solo no pueden llevarla a cabo» (Gaudium et Spes,35).
Esta doctrina sobre el problema del progreso y del desarrollo —tema dominante en la mentalidad moderna— puede ser entendida únicamente como fruto de una comprobada espiritualidad del trabajo humano, y sólo en base a tal espiritualidad ella puede realizarse y ser puesta en práctica. Esta es la doctrina, y a la vez el programa, que ahonda sus raíces en el «evangelio del trabajo».

27. El trabajo humano a la luz de la cruz y resurrección de Cristo.

Existe todavía otro aspecto del trabajo humano, una dimensión suya esencial, en la que la espiritualidad fundada sobre el Evangelio penetra profundamente. Todo trabajo —tanto manual como intelectual— está unido inevitablemente a la fatiga. El libro del Génesis lo expresa de manera verdaderamente penetrante, contraponiendo a aquella originaria bendición del trabajo, contenida en el misterio mismo de la creación, y unida a la elevación del hombre como imagen de Dios, la maldición, que el pecado ha llevado consigo: «Por ti será maldita la tierra. Con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida» (Gén 3,17). Este dolor unido al trabajo señala el camino de la vida humana sobre la tierra y constituye el anuncio de la muerte: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra; pues de ella has sido tomado» (Gén 3,19). Casi como un eco de estas palabras, se expresa el autor de uno de los libros sapienciales: «Entonces miré todo cuanto habían hecho mis manos y todos los afanes que al hacerlo tuve» (Ecl 2,11). No existe un hombre en la tierra que no pueda hacer suyas estas palabras.
El Evangelio pronuncia, en cierto modo, su última palabra, también al respecto, en el misterio pascual de Jesucristo. Y aquí también es necesario buscar la respuesta a estos problemas tan importantes para la espiritualidad del trabajo humano. En el misterio pascual está contenida la cruz de Cristo, su obediencia hasta la muerte, que el Apóstol contrapone a aquella desobediencia, que ha pesado desde el comienzo a lo largo de la historia del hombre en la tierra (Rom 5,19). Está contenida en él también la elevación de Cristo, el cual mediante la muerte de cruz vuelve a sus discípulos con la fuerza del Espíritu Santo en la resurrección.
El sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la obra que Cristo ha venido a realizar (Jn 17,4). Esta obra de salvación se ha realizado a través del sufrimiento y de la muerte de cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de cada día (Lc 9,23) en la actividad que ha sido llamado a realizar.
Cristo «sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia»; pero, al mismo tiempo, «constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre... purificando y robusteciendo también, con ese deseo, aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin» (Gaudium et Spes,38).
En el trabajo humano el cristiano descubre una pequeña parte de la cruz de Cristo y la acepta con el mismo espíritu de redención, con el cual Cristo ha aceptado su cruz por nosotros. En el trabajo, merced a la luz que penetra dentro de nosotros por la resurrección de Cristo, encontramos siempre un tenue resplandor de la vida nueva, del nuevo bien, casi como un anuncio de los «nuevos cielos y otra tierra nueva» (Ap 21,1), los cuales precisamente mediante la fatiga del trabajo son participados por el hombre y por el mundo. A través del cansancio y jamás sin él. Esto confirma, por una parte, lo indispensable de la cruz en la espiritualidad del trabajo humano; pero, por otra parte, se descubre en esta cruz y fatiga, un bien nuevo que comienza con el mismo trabajo: con el trabajo entendido en profundidad y bajo todos sus aspectos, y jamás sin él.
¿No es ya este nuevo bien —fruto del trabajo humano— una pequeña parte de aquella «tierra nueva», en la que mora la justicia? (2ª Pe 3,13). ¿En qué relación está ese nuevo bien con la resurrección de Cristo, si es verdad que la múltiple fatiga del trabajo del hombre es una pequeña parte de la cruz de Cristo?. También a esta pregunta intenta responder el Concilio, tomando la luz de las mismas fuentes de la Palabra revelada: «Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo (cfr. Lc 9, 25). No obstante la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios» (2ª Pe 3,13).

Hemos intentado, en estas reflexiones dedicadas al trabajo humano, resaltar todo lo que parecía indispensable, dado que a través de él deben multiplicarse sobre la tierra no sólo «los frutos de nuestro esfuerzo», sino además «la dignidad humana, la unión fraterna, y la libertad» (Gaudium et Spes,39). El cristiano que está en actitud de escucha de la palabra del Dios vivo, uniendo el trabajo a la oración, sepa qué puesto ocupa su trabajo no sólo en el progreso terreno, sino también en el desarrollo del Reino de Dios, al que todos somos llamados con la fuerza del Espíritu Santo y con la palabra del Evangelio.
Al finalizar estas reflexiones, me es grato impartir de corazón a vosotros, venerados Hermanos, Hijos a Hijas amadísimos, la propiciadora Bendición Apostólica.

Este documento, que había preparado para que fuese publicado el día 15 de mayo pasado, con ocasión del 90 aniversario de la Encíclica Rerum Novarum, he podido revisarlo definitivamente sólo después de mi permanencia en el hospital.
Dado en Castelgandolfo, el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, del año 1981, tercero de mi Pontificado.

IOANNES PAULUS PP II

PARA PROFUNDIZAR:

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO:
  • ¿Qué ideas destacaríamos de esta encíclica y por qué?.
  • ¿Qué nos parece que añade esta encíclica a las anteriores que abordan el asunto laboral?, ¿en qué profundiza y ayuda a entender el sentido del trabajo?.
  • ¿Hay elementos en ella que nos parecen discutibles?, ¿cuáles y por qué?.
  • ¿Qué otros nos parecen novedosos y todavía sin explorar o que no se están llevando a la práctica y que ayudarían a una mayor y mejor justicia social?.
  • ¿Qué implicaciones hallamos en esta encíclica para nuestra vida personal y comunitaria?.

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